Ex libris
domingo, julio 30, 2006
  Paul Auster
The book of illusions


El libro de las ilusiones (fragmento).

En la escena inicial, Hector está desayunando con su familia. Hay unos espléndidos efectos cómicos que giran en torno al hecho de untar mantequilla en una tostada y una avispa que aterriza en un frasco de mermelada, pero el propósito narrativo de la secuencia es presentarnos una estampa de felicidad. Nos están preparando para todas las calamidades que van a ocurrir, y sin esa visión de la vida privada de Hector (matrimonio ideal, hijos perfectos, armonía doméstica en su forma más idílica), los funestos acontecimientos que se avecinan no tendrían el mismo impacto. Dadas las circunstancias, lo que sucede a Hector nos deja anonadados. Se despide de su esposa con un beso, y en cuanto le da la espalda y sale de su casa, se mete de cabeza en una pesadilla.
Hector es fundador y presidente de una floreciente empresa de refrescos, la Fizzy Pop Beverage Corporation.
Chase es vicepresidente y consejero de la compañía, supuestamente su mejor amigo. Pero Chase ha contraído enormes deudas de juego y los prestamistas le acosan para que pague lo que debe o se atenga a las consecuencias.
Cuando Hector llega aquella mañana a la oficina y saluda a los empleados, Chase está en otro despacho hablando con dos tipos con aspecto de matones. No os preocupéis, les dice. Tendréis el dinero este fin de semana. Para entonces ya me habré hecho con el control de la empresa, y sólo las existencias valen millones. Los matones consienten en darle un poco más de tiempo. Pero es tu última oportunidad, le advierten. Otro retraso y te encontrarás nadando con los peces en el fondo del río. Los hombres se marchan pisando fuerte. Chase se limpia el sudor de la frente y deja escapar un prolongado suspiro. Luego saca una carta del primer cajón de su escritorio. La mira un momento y parece enormemente satisfecho. Con una malévola sonrisita, la dobla y se la guarda en el bolsillo interior de la chaqueta. Indudablemente, las cosas marchan; pero no sabemos en qué dirección.
Corte al despacho de Hector. Entra Chase con algo que parece un termo grande y pregunta a Hector si le apetece probar el nuevo sabor. ¿Cómo se llama?, pregunta Hector. Jazzmatazz, contesta Chase, y Hector hace un signo de aprobación con la cabeza, impresionado por el pegadizo soniquete de la palabra. Sin sospechar nada, deja que Chase le sirva una generosa muestra del nuevo brebaje. Mientras Hector coge el vaso, Chase, muy atento, le observa con un destello en la mirada, esperando que el venenoso menjunje haga su efecto. En un primer plano medio, Hector se lleva el vaso a los labios y, vacilante, toma un pequeño trago. Arruga la nariz con desaprobación, pone los ojos como platos, le titila el bigote. El tono es absolutamente cómico, pero cuando, ante la insistencia de Chase, Hector se lleva el vaso a la boca para dar un segundo trago, las siniestras implicaciones de Jazzmatazz se van haciendo cada vez más evidentes. Hector ingiere otra dosis de la bebida. Chasquea los labios, sonríe a Chase y luego sacude la cabeza, como sugiriendo que al sabor le falta algo. Sin hacer caso de la crítica de su jefe, Chase baja la vista y mira el reloj, abre la mano derecha y empieza a contar cinco segundos con los dedos. Hector está desconcertado. Pero, antes de que pueda decir algo, Chase llega al quinto y último segundo, y de buenas a primeras, sin previo aviso, Hector se precipita hacia delante golpeándose la cabeza contra el tablero de la mesa. Suponemos que la bebida le ha dejado sin sentido, que va a permanecer un tiempo inconsciente, pero mientras Chase se queda mirándolo con ojos implacables y sin expresión, Hector empieza a desaparecer. Primero los brazos, que van perdiendo intensidad hasta desvanecerse en la pantalla, luego el torso y finalmente la cabeza. Un trozo de su cuerpo va siguiendo a otro hasta que todo él se disuelve en el aire. Chase sale del despacho y cierra la puerta. Haciendo una pausa en el corredor para saborear su triunfo, apoya la espalda en la puerta y sonríe. Aparece un letrero que dice: Adiós, Hector. Ha sido un placer conocerte.
Chase sale de cuadro. Una vez que desaparece de escena, la cámara se detiene unos momentos frente a la puerta, y luego, muy despacio, empieza a introducirse por el agujero de la cerradura. Es una toma encantadora, llena de misterio y expectación, y al tiempo que la abertura se va ensanchando, llenando la pantalla cada vez más, nuestra mirada va entrando en el despacho de Hector. Un momento después ya estamos dentro, y como esperamos encontrarlo vacío, nos llevamos una sorpresa ante lo que la cámara nos revela. Vemos a Hector derrumbado sobre el escritorio. Sigue sin conocimiento, pero vuelve a ser visible, y mientras tratamos de asimilar ese súbito y milagroso cambio sólo podemos llegar a una conclusión. Debe de haberse pasado el efecto de la pócima. Acabamos de ver cómo desaparecía, y si ahora estamos en condiciones de verlo de nuevo, es que el brebaje era menos fuerte de lo que pensábamos.
Hector empieza a despertarse. Nos reconforta ese signo de vida, volvemos a terreno seguro. Suponemos que se ha restablecido el orden en el universo y que Hector se dedicará ahora a vengarse de Chase y a desenmascararlo por sinvergüenza. Durante los veintitantos segundos siguientes, realiza uno de sus más sabrosos y expresivos números cómicos. Como quien intenta librarse de una buena resaca, se levanta del sillón, atontado y confuso, y empieza a deambular haciendo eses por el despacho. Nos reímos. Damos crédito a nuestros ojos y, confiados en que Hector ha vuelto a la normalidad, nos hace gracia ese espectáculo de traspiés y rodillas temblorosas por el mareo.
Pero entonces Hector se dirige al espejo que cuelga de la pared, y todo vuelve a cambiar. Quiere verse. Quiere peinarse y ajustarse la corbata, pero cuando mira al óvalo liso y reluciente del cristal, su cara no está allí. No tiene reflejo. Se palpa para asegurarse de que es real, para confirmar que su cuerpo es tangible, pero cuando mira de nuevo al espejo, sigue sin poder verse. Se queda perplejo, pero no le entra el pánico. A lo mejor es el espejo, que tiene algún defecto.
Sale al pasillo. En ese momento pasa una secretaria, cargada con un montón de papeles. Hector le sonríe, saludándola con la mano, pero ella parece no darse cuenta.
Hector se encoge de hombros. Justo entonces, dos jóvenes empleados aparecen en sentido contrario. Hector les hace una mueca, gruñe. Saca la lengua. Uno de los empleados señala la puerta del despacho de Hector, ¿Todavía no ha venido el jefe?, pregunta. No sé, contesta el otro. No lo he visto. Cuando pronuncia esas palabras, desde luego, Hector está justo delante de él, a no más de quince centímetros de sus narices.
Cambio de escena, al salón de la casa de Hector. Su mujer deambula por la estancia, retorciéndose las manos, llorando y enjugándose las lágrimas con un pañuelo. No hay duda de que se ha enterado de la desaparición de su marido. Entra Chase, el ignominioso C. Lester Chase, autor de la diabólica trama para despojar a Hector de su imperio de refrescos. Pretende consolar a la pobre mujer, dándole palmaditas en la espalda y sacudiendo la cabeza con falsa desesperación. Saca la misteriosa carta del bolsillo interior de la chaqueta y se la tiende a ella, explicandole que la ha encontrado por la mañana sobre el escritorio de Hector. Corte a un primerísimo plano de un extracto de la carta. Queridísima mía, leemos. Te ruego que me perdones. El médico dice que padezco una enfermedad mortal y sólo me quedan dos meses de vida. Para evitarte esa agonía, he decidido acabar ya. No te preocupes por el negocio. Con Chase, la empresa está en buenas manos. Siempre te querré. Hector. Esos engaños y mentiras no tardan en surtir efecto. En la siguiente toma, vemos que la carta resbala de los dedos de la mujer y cae revoloteando al suelo. Todo eso es demasiado para ella. El mundo se ha vuelto del revés, y lo que contenía se ha roto. Menos de un segundo después, se desmaya.
La cámara la sigue en su caída, y luego la imagen de su cuerpo tendido, inerte, se disuelve en un plano largo de Hector. Ha salido de la oficina y deambula por la calle, intentando comprender el extraño y terrible acontecimiento que acaba de sucederle. Para demostrar que no queda la más remota esperanza, se detiene en un cruce muy transitado y se queda en calzoncillos. Realiza una pequeña danza, camina con las manos, enseña el trasero a los coches que pasan, y como nadie le presta la menor atención, vuelve a vestirse con desánimo y se aleja arrastrando los pies. A partir de entonces, Hector parece resignarse a su destino. No se dedica a luchar contra su estado, sino más bien a tratar de entenderlo, y en vez de buscar un medio que le vuelva visible de nuevo (enfrentándose a Chase, por ejemplo, o intentando encontrar un antídoto que anule los efectos del brebaje), se dedica a hacer una serie de experimentos extraños e impulsivos, una investigación sobre quién es y en lo que se ha convertido. Inesperadamente, con un rápido movimiento de la mano, quita de golpe el sombrero a un viandante. De modo que así son las cosas, parece decirse Hector. Aunque sea invisible para todos los que le rodean, su cuerpo aún puede relacionarse con el mundo. Se acerca otro transeúnte. Hector le pone la zancadilla y lo hace tropezar. Sí, no cabe duda de que su hipótesis es acertada, pero eso no significa que no haga falta investigar más. Empezando a tomarle gusto a la tarea, coge el borde del vestido de una mujer, lo levanta y le examina las piernas. Besa a otra en la mejilla, y a una tercera en los labios. Tacha las letras de una señal de stop y, un momento después, un motorista se estampa contra un tranvía. Se acerca sigilosamente a dos hombres y, dándoles golpecitos en la espalda y patadas en las espinillas, provoca una pelea. Hay algo cruel e infantil en esas travesuras, pero también resultan agradables de ver, y cada una de ellas añade otro elemento al creciente conjunto de pruebas. Entonces, al recoger una pelota de béisbol perdida que corre hacia él por la acera, Hector hace su segundo descubrimiento importante. En cuanto un hombre invisible coge algo, el objeto desaparece de la vista. No se queda flotando en el aire; se lo traga el vacío, la misma nada que envuelve al hombre, y en el momento en que entra en esa esfera embrujada, se evapora. El niño que ha perdido la pelota corre al sitio donde cree que debe de haber aterrizado. Las leyes de la física estipulan que la pelota debe estar allí, pero no está. El niño no entiende nada. Al verlo, Hector deja la pelota en el suelo y se marcha. El niño mira al suelo y, quién lo iba a decir, la pelota aparece allí, parada a sus pies. ¿Qué demonios ha ocurrido? El pequeño episodio concluye con un primer plano del perplejo rostro del niño.
Hector dobla la esquina y sigue andando por el siguiente bulevar. Casi inmediatamente se encuentra con un espectáculo repulsivo, algo que puede hacerle hervir la sangre a cualquiera. Un señor grueso y bien vestido está robando un ejemplar del Morning Chronicle a un vendedor de periódicos ciego. El cliente se ha quedado sin monedas y como tiene prisa, y está demasiado apurado para cambiar un billete, se limita a coger un periódico y largarse. Indignado, Hector echa a correr tras él, y cuando el hombre se para en una esquina a esperar a que cambie el semáforo, le sustrae la cartera. La escena resulta a la vez divertida e inquietante. No sentimos la menor pena por la víctima, pero nos quedamos atónitos por la despreocupación con que Hector se ha tomado la justicia por su mano. Ni siquiera cuando regresa hacia el quiosco y devuelve el dinero al vendedor ciego, nos quedamos tranquilos. A raíz del robo, pasamos unos momentos creyendo que Hector va a quedarse con el dinero, y en ese pequeño y sombrío intervalo comprendemos que no ha robado al hombre gordo para enmendar una injusticia, sino sencillamente porque sabía que no iba a pasarle nada. Su generoso acto es simplemente algo que se le ocurrió después. Para él ya todo es posible, y no tiene que someterse a las normas. Puede hacer el bien si así lo quiere, pero también puede hacer el mal, y en ese momento no tenemos la menor idea del camino que va a tomar.
En casa de Hector, su mujer se ha metido en la cama.
En la oficina, Chase abre una caja fuerte y saca un abultado paquete de acciones. Se sienta frente al escritorio y empieza a contarlas.
Mientras, Hector está a punto de cometer su primer delito grave. Entra en una joyería y, delante de media docena de testigos que no le ven, nuestro impalpable y desconsiderado héroe desvalija una vitrina y se llena tranquilamente los bolsillos con puñados de relojes, collares y sortijas. Tiene un aire a la vez divertido y resuelto, y se dedica a la tarea con una tenue pero perceptible sonrisa en la comisura de los labios. Parece un acto caprichoso realizado con total frialdad, y por las pruebas que se nos presentan ante los ojos no tenemos más remedio que concluir que Hector está perdido.
Sale de la tienda. Inexplicablemente, lo primero que hace es ir derecho a un cubo de basura que hay al borde de la acera. Mete bien el brazo entre los desperdicios y saca una bolsa de papel. Está claro que él mismo la ha metido allí, pero aunque está llena de algo, no sabemos lo que es. Cuando vuelve frente a la joyería, abre la bolsa y empieza a esparcir una sustancia pulverizada por la acera, nos quedamos completamente perplejos. Podría ser tierra, podría ser ceniza, podría ser pólvora; pero, sea lo que sea, no tiene sentido que Hector lo esté echando por el suelo.
En cuestión de segundos, una fina línea oscura se extiende desde la entrada de la joyería hasta el bordillo de la acera. Cuando termina, Hector se adentra en la calzada.
Sorteando coches, esquivando tranvías, dando saltos que alternativamente le libran del peligro y lo ponen en apuros, sigue vaciando la bolsa a medida que cruza la calle, como un campesino enloquecido que pretendiera plantar una hilera de semillas. La línea cruza ahora la avenida.
Cuando Hector se sube al bordillo de la acera de enfrente y sigue extendiendo la línea, caemos de pronto en la cuenta. Está dejando un rastro. Todavía no sabemos adonde llevará, pero cuando abre el portal del edificio que tiene delante y desaparece por el umbral, sospechamos que estamos a punto de ser víctimas de otra jugarreta. El portal se cierra tras él, y el ángulo cambia bruscamente.
Vemos un plano general del edificio donde Hector acaba de entrar: la sede de la Fizzy Pop Beverage.
A partir de entonces se acelera la acción. En una agitación de rápidas secuencias expositivas, el gerente de la joyería descubre que le han robado, sale corriendo a la acera, para a un policía, y entonces, con gestos precipitados, dictados por el pánico, explica lo que ha pasado. El policía baja la vista, advierte la línea negra en la acera y la sigue luego con los ojos hasta el edificio de la Fizzy Pop, al otro lado de la calle. Parece una pista, dice. Veamos adonde lleva, sugiere el gerente, y ambos echan a andar hacia el edificio.
Plano de Hector. Ahora va por un pasillo, dando con mucho esmero los últimos toques a su rastro. Llega a la puerta de un despacho y, mientras vacía los últimos granos de polvo en la parte exterior del umbral, la cámara se inclina hacia arriba para mostrarnos el letrero escrito en el dintel: C. LESTER CHASE, VICEPRESIDENTE. Justo entonces, con Hector aún en cuclillas, la puerta se abre de golpe y sale el propio Chase. Hector logra retroceder en el último segundo —antes de que Chase tropiece con él—, y entonces, cuando la puerta empieza a cerrarse, se introduce por la abertura y entra en el despacho andando como un pato. Incluso cuando el melodrama se acerca a su punto culminante, Hector sigue acumulando las situaciones cómicas. Solo en el despacho, ve las acciones esparcidas sobre la mesa de Chase. Las recoge, iguala los bordes con aire meticuloso y se las guarda en la chaqueta. Luego, con una serie de rápidos y entrecortados movimientos, se va metiendo las manos en los bolsillos para sacar las joyas, dejando sobre el cartapacio de Chase un cúmulo de artículos robados. En cuanto el último anillo pasa a engrosar la colección, vuelve Chase, frotándose las manos y con aspecto de estar sumamente satisfecho consigo mismo.
Hector retrocede. Ya ha terminado su tarea, y lo único que le queda es observar lo que se le viene encima a su enemigo.
Todo ocurre en un remolino de desconcierto y confusión, de justicia hecha y justicia burlada. Al principio, las joyas distraen a Chase, que no se da cuenta de que las acciones han desaparecido. Pierde tiempo sin hacer nada, y cuando por fin mete la mano bajo el reluciente montón y comprueba que las acciones no están allí, ya es demasiado tarde. La puerta se abre de golpe, y se precipitan en el despacho el policía y el gerente de la joyería. Las joyas se identifican, el delito queda resuelto y el ladrón es detenido. No importa que Chase sea inocente. El rastro ha llevado a su puerta, y lo han pillado in fraganti, con la mercancía en la mano. Protesta, desde luego, intenta escapar por la ventana, se pone a tirar botellas de Fizzy Pop a sus captores, pero después de unas desenfrenadas escenas en las que intervienen una porra y una bayoneta, terminan reduciéndolo. Hector se limita a mirar con sombría indiferencia. Incluso cuando esposan a Chase y se lo llevan del despacho, Hector no parece alegrarse mucho de su victoria. Su plan ha funcionado a la perfección, pero ¿de qué le ha servido? La jornada ya está tocando a su fin y él sigue siendo invisible.
Sale otra vez a la calle y se pone a caminar sin rumbo.
Los bulevares del centro están desiertos, y es como si Hector fuese la última persona que queda en la ciudad. ¿Qué ha pasado con la multitud y la conmoción que antes había a su alrededor? ¿Dónde están los coches y los tranvías, el gentío que abarrotaba las aceras? Por un momento nos preguntamos si no se ha invertido el maleficio. A lo mejor Hector ha vuelto a ser visible, pensamos, y todo lo demás ha desaparecido. Entonces, de pronto, aparece un camión a toda velocidad. Pasa sobre un charco y el agua salta de la calzada, salpicando todo lo que hay alrededor. Hector queda empapado, pero cuando la cámara se pone frente a él para mostrarnos los estragos causados en el traje, vemos que está impecable. Tendría que resultar un momento divertido, pero no lo es, y como Hector hace deliberadamente que no resulte divertido (una larga y compungida mirada al traje; la decepción cuando ve que no está salpicado de barro), ese simple truco cambia el tono de la película. Al caer la noche, lo vernos volver a casa. Entra, sube la escalera que lleva a la planta alta y entra en la habitación de sus hijos. La niña y el niño están dormidos, cada uno en una cama. Se sienta en la de la niña, observa su rostro un momento y alza la mano para acariciarle la cabeza. Pero justo cuando está a punto de tocarla se detiene de pronto, dándose cuenta de que su contacto puede despertarla, y si abre los ojos en el cuarto a oscuras y no ve a nadie se asustará. Es una secuencia conmovedora, y Hector la interpreta con sencillez y contención. Ha perdido el derecho a acariciar a su propia hija, e incluso cuando le vemos titubear y finalmente retirar la mano, nos damos plenamente cuenta de la maldición que pesa sobre él. En ese pequeño gesto —la mano quieta en el aire, la palma apenas a unos centímetros de la cabeza de la niña—, comprendemos que lo han reducido a la nada.
Como un fantasma, se pone en pie y sale del dormitorio. Sigue por el pasillo, abre una puerta y entra en una habitación. Es la suya, y ahí está su mujer, su esposa bienamada, dormida en la cama. Hector se detiene. Ella se revuelve en el lecho, cambiando bruscamente de postura y retirando las sábanas a patadas, presa de alguna horrible pesadilla. Hector se acerca a la cama y le coloca con cuidado las mantas, le ahueca la almohada y apaga la lámpara de la mesilla de noche. Empiezan a ceder los movimientos irregulares de su mujer, que al cabo de poco duerme con un sueño profundo y tranquilo. Hector retrocede, le lanza un beso con los dedos y se sienta en una butaca cerca de los pies de la cama. Parece que tenga intención de pasar allí la noche, vigilando su sueño como algún espíritu benevolente. Aunque no pueda tocarla ni hablar con ella, es capaz de protegerla y de sentir el influjo de su presencia. Pero los hombres invisibles no son inmunes al agotamiento. Tienen cuerpos igual que todo el mundo, y han de dormir como cualquier otro mortal. Le empiezan a pesar los párpados. Se le caen y se le cierran, los vuelve a abrir y, aunque se remueve un par de veces para mantenerse despierto, está claro que es una batalla perdida. Un momento después, sucumbe.
La escena se funde en negro. Cuando vuelve la imagen, ya es de día y la luz entra a raudales a través de los visillos. Plano de la mujer de Hector, que sigue durmiendo en la cama. Luego, corte a Hector, dormido en la butaca.
Lo vemos en una postura inconcebible, es un cómico enredo de miembros contorsionados y articulaciones dislocadas, y como no estamos preparados para el espectáculo que ofrece ese hombre dormido en forma de ocho, nos reímos, y con la risa el tono de la película cambia de nuevo.
Su adorada esposa se despierta primero, y cuando abre los ojos y se incorpora, su rostro —que pasa de la alegría a la incredulidad y a un cauteloso optimismo— nos lo dice todo. Salta de la cama y se precipita hacia Hector. Le toca la cabeza (echada hacia atrás sobre el brazo de la butaca) y el cuerpo de Hector parece sufrir una serie de descargas eléctricas de alto voltaje, que le agitan de forma incontrolada brazos y piernas hasta incorporarlo finalmente en el asiento. Entonces abre los ojos. Involuntariamente, sin recordar que debe de seguir siendo invisible, sonríe a su mujer. Se besan, y en el momento en que sus labios se juntan, Hector retrocede, confuso. ¿Está allí de verdad?
¿Se ha roto el maleficio, o sólo está soñando? Se toca la cara, se pasa la mano por el pecho y luego mira a su mujer a los ojos. ¿Me ves?, le pregunta. Pues claro que te veo, dice ella y, con los ojos llenos de lágrimas, se inclina hacia él y lo vuelve a besar. Pero Hector no está convencido. Se aparta de la butaca y se pone frente a un espejo colgado en la pared. Allí está la prueba: si logra ver su reflejo, sabrá sin duda que la pesadilla ha terminado. Damos por descontado que así será, pero lo bonito de esa escena es la lentitud de su reacción. Durante unos segundos, no se altera la expresión de su rostro, y cuando entorna los ojos frente al hombre que le mira fijamente desde la pared, es como si viese a un desconocido, como si contemplara el rostro de alguien que no hubiera visto en la vida. Entonces, mientras la cámara se va acercando para encuadrarlo en primer plano, Hector empieza a sonreír. Viniendo inmediatamente después de aquella escalofriante perplejidad, la sonrisa sugiere algo más que un simple redescubrimiento de sí mismo. Ya no está mirando al Hector de antes. Ahora es otra persona, y por mucho que se parezca a la anterior, lo han concebido de nuevo, lo han vuelto del revés y han producido un hombre nuevo. La sonrisa se ensancha, se hace más radiante, más satisfecha del rostro hallado en el espejo. Un círculo empieza a cerrarse en torno a ella, y al cabo de poco no vemos sino esos labios sonrientes, la boca y el bigote por encima. El bigote se agita unos instantes y el círculo se va haciendo cada vez más y más pequeño. Cuando por fin se cierra, se acaba la película.
 
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