Ex libris
domingo, julio 30, 2006
  Paul Auster
The book of illusions


El libro de las ilusiones (fragmento).

En la escena inicial, Hector está desayunando con su familia. Hay unos espléndidos efectos cómicos que giran en torno al hecho de untar mantequilla en una tostada y una avispa que aterriza en un frasco de mermelada, pero el propósito narrativo de la secuencia es presentarnos una estampa de felicidad. Nos están preparando para todas las calamidades que van a ocurrir, y sin esa visión de la vida privada de Hector (matrimonio ideal, hijos perfectos, armonía doméstica en su forma más idílica), los funestos acontecimientos que se avecinan no tendrían el mismo impacto. Dadas las circunstancias, lo que sucede a Hector nos deja anonadados. Se despide de su esposa con un beso, y en cuanto le da la espalda y sale de su casa, se mete de cabeza en una pesadilla.
Hector es fundador y presidente de una floreciente empresa de refrescos, la Fizzy Pop Beverage Corporation.
Chase es vicepresidente y consejero de la compañía, supuestamente su mejor amigo. Pero Chase ha contraído enormes deudas de juego y los prestamistas le acosan para que pague lo que debe o se atenga a las consecuencias.
Cuando Hector llega aquella mañana a la oficina y saluda a los empleados, Chase está en otro despacho hablando con dos tipos con aspecto de matones. No os preocupéis, les dice. Tendréis el dinero este fin de semana. Para entonces ya me habré hecho con el control de la empresa, y sólo las existencias valen millones. Los matones consienten en darle un poco más de tiempo. Pero es tu última oportunidad, le advierten. Otro retraso y te encontrarás nadando con los peces en el fondo del río. Los hombres se marchan pisando fuerte. Chase se limpia el sudor de la frente y deja escapar un prolongado suspiro. Luego saca una carta del primer cajón de su escritorio. La mira un momento y parece enormemente satisfecho. Con una malévola sonrisita, la dobla y se la guarda en el bolsillo interior de la chaqueta. Indudablemente, las cosas marchan; pero no sabemos en qué dirección.
Corte al despacho de Hector. Entra Chase con algo que parece un termo grande y pregunta a Hector si le apetece probar el nuevo sabor. ¿Cómo se llama?, pregunta Hector. Jazzmatazz, contesta Chase, y Hector hace un signo de aprobación con la cabeza, impresionado por el pegadizo soniquete de la palabra. Sin sospechar nada, deja que Chase le sirva una generosa muestra del nuevo brebaje. Mientras Hector coge el vaso, Chase, muy atento, le observa con un destello en la mirada, esperando que el venenoso menjunje haga su efecto. En un primer plano medio, Hector se lleva el vaso a los labios y, vacilante, toma un pequeño trago. Arruga la nariz con desaprobación, pone los ojos como platos, le titila el bigote. El tono es absolutamente cómico, pero cuando, ante la insistencia de Chase, Hector se lleva el vaso a la boca para dar un segundo trago, las siniestras implicaciones de Jazzmatazz se van haciendo cada vez más evidentes. Hector ingiere otra dosis de la bebida. Chasquea los labios, sonríe a Chase y luego sacude la cabeza, como sugiriendo que al sabor le falta algo. Sin hacer caso de la crítica de su jefe, Chase baja la vista y mira el reloj, abre la mano derecha y empieza a contar cinco segundos con los dedos. Hector está desconcertado. Pero, antes de que pueda decir algo, Chase llega al quinto y último segundo, y de buenas a primeras, sin previo aviso, Hector se precipita hacia delante golpeándose la cabeza contra el tablero de la mesa. Suponemos que la bebida le ha dejado sin sentido, que va a permanecer un tiempo inconsciente, pero mientras Chase se queda mirándolo con ojos implacables y sin expresión, Hector empieza a desaparecer. Primero los brazos, que van perdiendo intensidad hasta desvanecerse en la pantalla, luego el torso y finalmente la cabeza. Un trozo de su cuerpo va siguiendo a otro hasta que todo él se disuelve en el aire. Chase sale del despacho y cierra la puerta. Haciendo una pausa en el corredor para saborear su triunfo, apoya la espalda en la puerta y sonríe. Aparece un letrero que dice: Adiós, Hector. Ha sido un placer conocerte.
Chase sale de cuadro. Una vez que desaparece de escena, la cámara se detiene unos momentos frente a la puerta, y luego, muy despacio, empieza a introducirse por el agujero de la cerradura. Es una toma encantadora, llena de misterio y expectación, y al tiempo que la abertura se va ensanchando, llenando la pantalla cada vez más, nuestra mirada va entrando en el despacho de Hector. Un momento después ya estamos dentro, y como esperamos encontrarlo vacío, nos llevamos una sorpresa ante lo que la cámara nos revela. Vemos a Hector derrumbado sobre el escritorio. Sigue sin conocimiento, pero vuelve a ser visible, y mientras tratamos de asimilar ese súbito y milagroso cambio sólo podemos llegar a una conclusión. Debe de haberse pasado el efecto de la pócima. Acabamos de ver cómo desaparecía, y si ahora estamos en condiciones de verlo de nuevo, es que el brebaje era menos fuerte de lo que pensábamos.
Hector empieza a despertarse. Nos reconforta ese signo de vida, volvemos a terreno seguro. Suponemos que se ha restablecido el orden en el universo y que Hector se dedicará ahora a vengarse de Chase y a desenmascararlo por sinvergüenza. Durante los veintitantos segundos siguientes, realiza uno de sus más sabrosos y expresivos números cómicos. Como quien intenta librarse de una buena resaca, se levanta del sillón, atontado y confuso, y empieza a deambular haciendo eses por el despacho. Nos reímos. Damos crédito a nuestros ojos y, confiados en que Hector ha vuelto a la normalidad, nos hace gracia ese espectáculo de traspiés y rodillas temblorosas por el mareo.
Pero entonces Hector se dirige al espejo que cuelga de la pared, y todo vuelve a cambiar. Quiere verse. Quiere peinarse y ajustarse la corbata, pero cuando mira al óvalo liso y reluciente del cristal, su cara no está allí. No tiene reflejo. Se palpa para asegurarse de que es real, para confirmar que su cuerpo es tangible, pero cuando mira de nuevo al espejo, sigue sin poder verse. Se queda perplejo, pero no le entra el pánico. A lo mejor es el espejo, que tiene algún defecto.
Sale al pasillo. En ese momento pasa una secretaria, cargada con un montón de papeles. Hector le sonríe, saludándola con la mano, pero ella parece no darse cuenta.
Hector se encoge de hombros. Justo entonces, dos jóvenes empleados aparecen en sentido contrario. Hector les hace una mueca, gruñe. Saca la lengua. Uno de los empleados señala la puerta del despacho de Hector, ¿Todavía no ha venido el jefe?, pregunta. No sé, contesta el otro. No lo he visto. Cuando pronuncia esas palabras, desde luego, Hector está justo delante de él, a no más de quince centímetros de sus narices.
Cambio de escena, al salón de la casa de Hector. Su mujer deambula por la estancia, retorciéndose las manos, llorando y enjugándose las lágrimas con un pañuelo. No hay duda de que se ha enterado de la desaparición de su marido. Entra Chase, el ignominioso C. Lester Chase, autor de la diabólica trama para despojar a Hector de su imperio de refrescos. Pretende consolar a la pobre mujer, dándole palmaditas en la espalda y sacudiendo la cabeza con falsa desesperación. Saca la misteriosa carta del bolsillo interior de la chaqueta y se la tiende a ella, explicandole que la ha encontrado por la mañana sobre el escritorio de Hector. Corte a un primerísimo plano de un extracto de la carta. Queridísima mía, leemos. Te ruego que me perdones. El médico dice que padezco una enfermedad mortal y sólo me quedan dos meses de vida. Para evitarte esa agonía, he decidido acabar ya. No te preocupes por el negocio. Con Chase, la empresa está en buenas manos. Siempre te querré. Hector. Esos engaños y mentiras no tardan en surtir efecto. En la siguiente toma, vemos que la carta resbala de los dedos de la mujer y cae revoloteando al suelo. Todo eso es demasiado para ella. El mundo se ha vuelto del revés, y lo que contenía se ha roto. Menos de un segundo después, se desmaya.
La cámara la sigue en su caída, y luego la imagen de su cuerpo tendido, inerte, se disuelve en un plano largo de Hector. Ha salido de la oficina y deambula por la calle, intentando comprender el extraño y terrible acontecimiento que acaba de sucederle. Para demostrar que no queda la más remota esperanza, se detiene en un cruce muy transitado y se queda en calzoncillos. Realiza una pequeña danza, camina con las manos, enseña el trasero a los coches que pasan, y como nadie le presta la menor atención, vuelve a vestirse con desánimo y se aleja arrastrando los pies. A partir de entonces, Hector parece resignarse a su destino. No se dedica a luchar contra su estado, sino más bien a tratar de entenderlo, y en vez de buscar un medio que le vuelva visible de nuevo (enfrentándose a Chase, por ejemplo, o intentando encontrar un antídoto que anule los efectos del brebaje), se dedica a hacer una serie de experimentos extraños e impulsivos, una investigación sobre quién es y en lo que se ha convertido. Inesperadamente, con un rápido movimiento de la mano, quita de golpe el sombrero a un viandante. De modo que así son las cosas, parece decirse Hector. Aunque sea invisible para todos los que le rodean, su cuerpo aún puede relacionarse con el mundo. Se acerca otro transeúnte. Hector le pone la zancadilla y lo hace tropezar. Sí, no cabe duda de que su hipótesis es acertada, pero eso no significa que no haga falta investigar más. Empezando a tomarle gusto a la tarea, coge el borde del vestido de una mujer, lo levanta y le examina las piernas. Besa a otra en la mejilla, y a una tercera en los labios. Tacha las letras de una señal de stop y, un momento después, un motorista se estampa contra un tranvía. Se acerca sigilosamente a dos hombres y, dándoles golpecitos en la espalda y patadas en las espinillas, provoca una pelea. Hay algo cruel e infantil en esas travesuras, pero también resultan agradables de ver, y cada una de ellas añade otro elemento al creciente conjunto de pruebas. Entonces, al recoger una pelota de béisbol perdida que corre hacia él por la acera, Hector hace su segundo descubrimiento importante. En cuanto un hombre invisible coge algo, el objeto desaparece de la vista. No se queda flotando en el aire; se lo traga el vacío, la misma nada que envuelve al hombre, y en el momento en que entra en esa esfera embrujada, se evapora. El niño que ha perdido la pelota corre al sitio donde cree que debe de haber aterrizado. Las leyes de la física estipulan que la pelota debe estar allí, pero no está. El niño no entiende nada. Al verlo, Hector deja la pelota en el suelo y se marcha. El niño mira al suelo y, quién lo iba a decir, la pelota aparece allí, parada a sus pies. ¿Qué demonios ha ocurrido? El pequeño episodio concluye con un primer plano del perplejo rostro del niño.
Hector dobla la esquina y sigue andando por el siguiente bulevar. Casi inmediatamente se encuentra con un espectáculo repulsivo, algo que puede hacerle hervir la sangre a cualquiera. Un señor grueso y bien vestido está robando un ejemplar del Morning Chronicle a un vendedor de periódicos ciego. El cliente se ha quedado sin monedas y como tiene prisa, y está demasiado apurado para cambiar un billete, se limita a coger un periódico y largarse. Indignado, Hector echa a correr tras él, y cuando el hombre se para en una esquina a esperar a que cambie el semáforo, le sustrae la cartera. La escena resulta a la vez divertida e inquietante. No sentimos la menor pena por la víctima, pero nos quedamos atónitos por la despreocupación con que Hector se ha tomado la justicia por su mano. Ni siquiera cuando regresa hacia el quiosco y devuelve el dinero al vendedor ciego, nos quedamos tranquilos. A raíz del robo, pasamos unos momentos creyendo que Hector va a quedarse con el dinero, y en ese pequeño y sombrío intervalo comprendemos que no ha robado al hombre gordo para enmendar una injusticia, sino sencillamente porque sabía que no iba a pasarle nada. Su generoso acto es simplemente algo que se le ocurrió después. Para él ya todo es posible, y no tiene que someterse a las normas. Puede hacer el bien si así lo quiere, pero también puede hacer el mal, y en ese momento no tenemos la menor idea del camino que va a tomar.
En casa de Hector, su mujer se ha metido en la cama.
En la oficina, Chase abre una caja fuerte y saca un abultado paquete de acciones. Se sienta frente al escritorio y empieza a contarlas.
Mientras, Hector está a punto de cometer su primer delito grave. Entra en una joyería y, delante de media docena de testigos que no le ven, nuestro impalpable y desconsiderado héroe desvalija una vitrina y se llena tranquilamente los bolsillos con puñados de relojes, collares y sortijas. Tiene un aire a la vez divertido y resuelto, y se dedica a la tarea con una tenue pero perceptible sonrisa en la comisura de los labios. Parece un acto caprichoso realizado con total frialdad, y por las pruebas que se nos presentan ante los ojos no tenemos más remedio que concluir que Hector está perdido.
Sale de la tienda. Inexplicablemente, lo primero que hace es ir derecho a un cubo de basura que hay al borde de la acera. Mete bien el brazo entre los desperdicios y saca una bolsa de papel. Está claro que él mismo la ha metido allí, pero aunque está llena de algo, no sabemos lo que es. Cuando vuelve frente a la joyería, abre la bolsa y empieza a esparcir una sustancia pulverizada por la acera, nos quedamos completamente perplejos. Podría ser tierra, podría ser ceniza, podría ser pólvora; pero, sea lo que sea, no tiene sentido que Hector lo esté echando por el suelo.
En cuestión de segundos, una fina línea oscura se extiende desde la entrada de la joyería hasta el bordillo de la acera. Cuando termina, Hector se adentra en la calzada.
Sorteando coches, esquivando tranvías, dando saltos que alternativamente le libran del peligro y lo ponen en apuros, sigue vaciando la bolsa a medida que cruza la calle, como un campesino enloquecido que pretendiera plantar una hilera de semillas. La línea cruza ahora la avenida.
Cuando Hector se sube al bordillo de la acera de enfrente y sigue extendiendo la línea, caemos de pronto en la cuenta. Está dejando un rastro. Todavía no sabemos adonde llevará, pero cuando abre el portal del edificio que tiene delante y desaparece por el umbral, sospechamos que estamos a punto de ser víctimas de otra jugarreta. El portal se cierra tras él, y el ángulo cambia bruscamente.
Vemos un plano general del edificio donde Hector acaba de entrar: la sede de la Fizzy Pop Beverage.
A partir de entonces se acelera la acción. En una agitación de rápidas secuencias expositivas, el gerente de la joyería descubre que le han robado, sale corriendo a la acera, para a un policía, y entonces, con gestos precipitados, dictados por el pánico, explica lo que ha pasado. El policía baja la vista, advierte la línea negra en la acera y la sigue luego con los ojos hasta el edificio de la Fizzy Pop, al otro lado de la calle. Parece una pista, dice. Veamos adonde lleva, sugiere el gerente, y ambos echan a andar hacia el edificio.
Plano de Hector. Ahora va por un pasillo, dando con mucho esmero los últimos toques a su rastro. Llega a la puerta de un despacho y, mientras vacía los últimos granos de polvo en la parte exterior del umbral, la cámara se inclina hacia arriba para mostrarnos el letrero escrito en el dintel: C. LESTER CHASE, VICEPRESIDENTE. Justo entonces, con Hector aún en cuclillas, la puerta se abre de golpe y sale el propio Chase. Hector logra retroceder en el último segundo —antes de que Chase tropiece con él—, y entonces, cuando la puerta empieza a cerrarse, se introduce por la abertura y entra en el despacho andando como un pato. Incluso cuando el melodrama se acerca a su punto culminante, Hector sigue acumulando las situaciones cómicas. Solo en el despacho, ve las acciones esparcidas sobre la mesa de Chase. Las recoge, iguala los bordes con aire meticuloso y se las guarda en la chaqueta. Luego, con una serie de rápidos y entrecortados movimientos, se va metiendo las manos en los bolsillos para sacar las joyas, dejando sobre el cartapacio de Chase un cúmulo de artículos robados. En cuanto el último anillo pasa a engrosar la colección, vuelve Chase, frotándose las manos y con aspecto de estar sumamente satisfecho consigo mismo.
Hector retrocede. Ya ha terminado su tarea, y lo único que le queda es observar lo que se le viene encima a su enemigo.
Todo ocurre en un remolino de desconcierto y confusión, de justicia hecha y justicia burlada. Al principio, las joyas distraen a Chase, que no se da cuenta de que las acciones han desaparecido. Pierde tiempo sin hacer nada, y cuando por fin mete la mano bajo el reluciente montón y comprueba que las acciones no están allí, ya es demasiado tarde. La puerta se abre de golpe, y se precipitan en el despacho el policía y el gerente de la joyería. Las joyas se identifican, el delito queda resuelto y el ladrón es detenido. No importa que Chase sea inocente. El rastro ha llevado a su puerta, y lo han pillado in fraganti, con la mercancía en la mano. Protesta, desde luego, intenta escapar por la ventana, se pone a tirar botellas de Fizzy Pop a sus captores, pero después de unas desenfrenadas escenas en las que intervienen una porra y una bayoneta, terminan reduciéndolo. Hector se limita a mirar con sombría indiferencia. Incluso cuando esposan a Chase y se lo llevan del despacho, Hector no parece alegrarse mucho de su victoria. Su plan ha funcionado a la perfección, pero ¿de qué le ha servido? La jornada ya está tocando a su fin y él sigue siendo invisible.
Sale otra vez a la calle y se pone a caminar sin rumbo.
Los bulevares del centro están desiertos, y es como si Hector fuese la última persona que queda en la ciudad. ¿Qué ha pasado con la multitud y la conmoción que antes había a su alrededor? ¿Dónde están los coches y los tranvías, el gentío que abarrotaba las aceras? Por un momento nos preguntamos si no se ha invertido el maleficio. A lo mejor Hector ha vuelto a ser visible, pensamos, y todo lo demás ha desaparecido. Entonces, de pronto, aparece un camión a toda velocidad. Pasa sobre un charco y el agua salta de la calzada, salpicando todo lo que hay alrededor. Hector queda empapado, pero cuando la cámara se pone frente a él para mostrarnos los estragos causados en el traje, vemos que está impecable. Tendría que resultar un momento divertido, pero no lo es, y como Hector hace deliberadamente que no resulte divertido (una larga y compungida mirada al traje; la decepción cuando ve que no está salpicado de barro), ese simple truco cambia el tono de la película. Al caer la noche, lo vernos volver a casa. Entra, sube la escalera que lleva a la planta alta y entra en la habitación de sus hijos. La niña y el niño están dormidos, cada uno en una cama. Se sienta en la de la niña, observa su rostro un momento y alza la mano para acariciarle la cabeza. Pero justo cuando está a punto de tocarla se detiene de pronto, dándose cuenta de que su contacto puede despertarla, y si abre los ojos en el cuarto a oscuras y no ve a nadie se asustará. Es una secuencia conmovedora, y Hector la interpreta con sencillez y contención. Ha perdido el derecho a acariciar a su propia hija, e incluso cuando le vemos titubear y finalmente retirar la mano, nos damos plenamente cuenta de la maldición que pesa sobre él. En ese pequeño gesto —la mano quieta en el aire, la palma apenas a unos centímetros de la cabeza de la niña—, comprendemos que lo han reducido a la nada.
Como un fantasma, se pone en pie y sale del dormitorio. Sigue por el pasillo, abre una puerta y entra en una habitación. Es la suya, y ahí está su mujer, su esposa bienamada, dormida en la cama. Hector se detiene. Ella se revuelve en el lecho, cambiando bruscamente de postura y retirando las sábanas a patadas, presa de alguna horrible pesadilla. Hector se acerca a la cama y le coloca con cuidado las mantas, le ahueca la almohada y apaga la lámpara de la mesilla de noche. Empiezan a ceder los movimientos irregulares de su mujer, que al cabo de poco duerme con un sueño profundo y tranquilo. Hector retrocede, le lanza un beso con los dedos y se sienta en una butaca cerca de los pies de la cama. Parece que tenga intención de pasar allí la noche, vigilando su sueño como algún espíritu benevolente. Aunque no pueda tocarla ni hablar con ella, es capaz de protegerla y de sentir el influjo de su presencia. Pero los hombres invisibles no son inmunes al agotamiento. Tienen cuerpos igual que todo el mundo, y han de dormir como cualquier otro mortal. Le empiezan a pesar los párpados. Se le caen y se le cierran, los vuelve a abrir y, aunque se remueve un par de veces para mantenerse despierto, está claro que es una batalla perdida. Un momento después, sucumbe.
La escena se funde en negro. Cuando vuelve la imagen, ya es de día y la luz entra a raudales a través de los visillos. Plano de la mujer de Hector, que sigue durmiendo en la cama. Luego, corte a Hector, dormido en la butaca.
Lo vemos en una postura inconcebible, es un cómico enredo de miembros contorsionados y articulaciones dislocadas, y como no estamos preparados para el espectáculo que ofrece ese hombre dormido en forma de ocho, nos reímos, y con la risa el tono de la película cambia de nuevo.
Su adorada esposa se despierta primero, y cuando abre los ojos y se incorpora, su rostro —que pasa de la alegría a la incredulidad y a un cauteloso optimismo— nos lo dice todo. Salta de la cama y se precipita hacia Hector. Le toca la cabeza (echada hacia atrás sobre el brazo de la butaca) y el cuerpo de Hector parece sufrir una serie de descargas eléctricas de alto voltaje, que le agitan de forma incontrolada brazos y piernas hasta incorporarlo finalmente en el asiento. Entonces abre los ojos. Involuntariamente, sin recordar que debe de seguir siendo invisible, sonríe a su mujer. Se besan, y en el momento en que sus labios se juntan, Hector retrocede, confuso. ¿Está allí de verdad?
¿Se ha roto el maleficio, o sólo está soñando? Se toca la cara, se pasa la mano por el pecho y luego mira a su mujer a los ojos. ¿Me ves?, le pregunta. Pues claro que te veo, dice ella y, con los ojos llenos de lágrimas, se inclina hacia él y lo vuelve a besar. Pero Hector no está convencido. Se aparta de la butaca y se pone frente a un espejo colgado en la pared. Allí está la prueba: si logra ver su reflejo, sabrá sin duda que la pesadilla ha terminado. Damos por descontado que así será, pero lo bonito de esa escena es la lentitud de su reacción. Durante unos segundos, no se altera la expresión de su rostro, y cuando entorna los ojos frente al hombre que le mira fijamente desde la pared, es como si viese a un desconocido, como si contemplara el rostro de alguien que no hubiera visto en la vida. Entonces, mientras la cámara se va acercando para encuadrarlo en primer plano, Hector empieza a sonreír. Viniendo inmediatamente después de aquella escalofriante perplejidad, la sonrisa sugiere algo más que un simple redescubrimiento de sí mismo. Ya no está mirando al Hector de antes. Ahora es otra persona, y por mucho que se parezca a la anterior, lo han concebido de nuevo, lo han vuelto del revés y han producido un hombre nuevo. La sonrisa se ensancha, se hace más radiante, más satisfecha del rostro hallado en el espejo. Un círculo empieza a cerrarse en torno a ella, y al cabo de poco no vemos sino esos labios sonrientes, la boca y el bigote por encima. El bigote se agita unos instantes y el círculo se va haciendo cada vez más y más pequeño. Cuando por fin se cierra, se acaba la película.
 
viernes, julio 28, 2006
  Senel Paz

El lobo, el bosque y el hombre nuevo



Ismael y yo salimos del bar y nos despedimos, lo siento
David, pero ya son las dos, y me quedé con aquella
necesidad de conversar, de no estar solo. Ya iba a
meterme en el cine cuando me arrepentí, casi llegando
a la taquilla, y me pareció que mejor llamaba a Vivían,
pero me arrepentí, casi llegando al teléfono y me dije:
mira, David, lo mejor-mejor es que te vayas a esperar la
guagua a Coppelia, la Catedral del Helado. Y
entonces... ah, Diego.
Así, la Catedral del Helado, le llamaba a este sitio un
maricón amigo mío. Digo maricón con afecto y
porque a él no le gustaría que lo dijera de otra manera.
Tenía su teoría. “Homosexual es cuando te gustan
hasta un punto y puedes controlarte –decía–, y también
aquellos cuya posición social (quiero decir, política) los
mantiene inhibidos hasta el punto de convertirlos en
uvas secas.” Me parece que lo estoy oyendo, de pie en
la puerta del balcón, con la taza de té en la mano.
"Pero los que son como yo, que ante la simple
insinuación de un falo perdemos toda compostura,
mejor dicho, nos descocamos, esos somos maricones
David, ma-ri-co-nes, no hay mas vuelta que darle.”
Nos conocimos precisamente aquí, en el Coppelia, un
día de esos en que uno no sabe si cuando termine la
merienda va a perderse calle arriba o calle abajo. Vino
hasta mi mesa, y murmurando “con permiso” se
instaló en la silla de enfrente con sus bolsas, carteras,
paraguas, rollos de papel y la copa de helado. Le eché
una ojeada: no había que ser muy sagaz para ver de qué
pata cojeaba; y habiendo chocolate, había pedido
fresa. Estábamos en una de las áreas más céntricas de
la heladería, tan cercana a su vez a la Universidad, por
lo que en cualquier momento podía vernos alguno de
mis compañeros. Luego me preguntarían que quién era
la damisela que me acompañaba en Coppelia, que por
qué no la traía a la Beca y la presentaba. Por joder,
sin mala intención, pero como nunca me defiendo tan
mal ni me pongo tan nervioso como cuando soy
inocente, la broma pasaría a sospecha, y si a eso se
agrega que David es un poco misterioso y David cuida
mucho su lenguaje, ¿lo han oído decir alguna vez
“cojones, me cago en la pinga”?, y David no tiene
novia desde que Vivían lo dejó, ¿lo dejó ella?, ¿y por
qué lo dejó?, cualquier cálculo razonable aconsejaba
dejar el helado y salir pitando, lo mismo calle arriba
que calle abajo. Pero en esa época ya yo no hacía
cálculos razonables, como antes, cuando de tantos
cálculos por poco hago mierda mi vida... Sentí como
si una vaca me lamiera el rostro. Era la mirada
libidinosa del recién llegado, lo sabía, esta gente es así;
y se me trancó la boca del estómago. En los pueblos
pequeños los afeminados no tienen defensa, son el
hazmerreír de todos y evitan exhibirse en público;
pero en La Habana, había oído decir, son otra cosa,
tienen sus trucos. Si cuando me volviera a mirar le
soltaba un sopapo que lo tirara al suelo vomitando
fresa, desde allí mismo me gritaría, bien alto para que
todo el mundo lo oyera: “ay, papi, ¿por qué? Te juro
que no miré a nadie, mi cielo”. Así es que, por mí, que
lamiera cuanto quisiera, no iba a caer en la
provocación. Y cuando comprendió que la vaciladera
no le daría resultados, colocó otro bulto sobre la mesa.
Sonreí para mis adentros porque me di cuenta de que
se trataba de una carnada, y no estaba dispuesto a
morderla. Sólo miré de reojo y vi que eran libros,
ediciones extranjeras, y el de arriba-arriba, por eso
mismo, por ser el de arriba, quedó al alcance de mi
vista: Seix Barral, Biblioteca Breve, Mario Vargas Llosa, La
guerra del fin del mundo. ¡Madre mía, ese libro, nada
menos! Vargas Llosa era un reaccionario, hablaba
mierdas de Cuba y el socialismo dondequiera que se
paraba, pero yo estaba loco por leer su última novela y
mírala allí: los maricones todo lo consiguen primero.
“Con tu permiso, voy a guardar”, dijo él e hizo
desaparecer los libros en una bolsa de larguísimos
tirantes que le colgaba del cuello. “Me cago en su
madre –pensé–, este tipo tiene más bolsas que los
canguros.” “Tengo más bolsas que un canguro– dijo él
con una sonrisita–. “Es un material demasiado
explosivo para exhibirlo en público. Nuestros policías
son cultos. Pero si te interesan, te los muestro... en
otro lugar.” Me cambié el carnet rojo de militante de la
Unión de Jóvenes Comunistas de un bolsillo a otro:
que comprendiera que mis intereses de lector no
creaban ninguna intimidad entre nosotros, ¿o prefería
que llamara a uno de sus cultos policías? No captó para
nada el mensaje. Me miró con otra sonrisita y se dedicó
a recoger con la puntica de la cuchara una puntica de
helado que se llevó a la puntica de la lengua:
“Exquisito, ¿verdad? Es lo único que hacen bien en
este país. Ahorita los rusos se antojan de que les den la
receta, y habrá que dársela”. ¿Por qué tiene uno que
aguantarle eso a un maricón? Me llené la boca de
helado y empecé a masticarlo. Dejó pasar unos
segundos. “Yo a ti te conozco. Te he visto muchísimas
veces paseando por ahí, con un periodiquito bajo el
brazo. Chico, como te gusta Galiano.” Silencio de mi
parte. “Un amigo mío al que no se le nota nada y que
también te conoce, te vio en un encuentro provincial
de no me acuerdo qué y me dijo que eras de Las Villas,
como Carlos Loveira.” Pegó un gritico: había
descubierto una fresa casi intacta en el helado. “Hoy es
mi día de suerte, me encuentro maravillas.” Silencio de
mi parte. “Se habla de los orientales y los habaneros,
pero a ustedes, los de Las Villas, les encanta ser de Las
Villas. Qué bobería.” Se esforzaba en montar la fresa
en la cuchara, pero la fresa no se quería montar. Yo
había terminado el helado y ahora no sabía cómo irme,
porque ese es otro de mis problemas: no sé iniciar ni
terminar una conversación, oigo todo lo que me
quieran decir aunque me importe un pito. “¿Te interesa
Vargas Llosa, compañero militante de la Juventud? –
dijo empujando la fresa con el dedo–. “¿Lo leerías?
Jamás van a publicar obras suyas aquí. Esa que viste, su
última novela, me la acaba de enviar Goytisolo de
España.” Y se quedó mirándome. Empecé a contar:
cuando llegara a cincuenta me ponía de pie y me iba
pa’l carajo. Me dejó llegar a treinta y nueve. Se llevó la
cucharilla a la boca y, saboreando más la frase que la
fresa, dijo: “Yo, si vas conmigo a casa y me dejas
abrirte la portañuela botón por botón, te lo presto,
Torvaldo.”
De haber sabido el efecto que me iban a
producir sus palabras, Diego hubiera evitado aquel
lance. Tocó la tecla que no se me podía tocar. La
sangre me subió a la cabeza, las venas del cuello se me
hincharon, sentí mareos y la vista se me nubló. Cuatro
años atrás, a mi profesora de Literatura en el
preuniversitario, que no sólo era una profesora de
literatura frustrada sino también una directora de teatro
frustrada, le llegó la oportunidad de su vida cuando la
escuela no alcanzó el primer lugar en la emulación
interbecas por falta de trabajo cultural. Fue a ver al
director y lo convenció, primero, de que a Rita y a mí
nos sobraba talento histriónico, y después, de que ella
podría guiarnos con mano segura en Casa de muñecas,
una obra que, si bien extranjera, pero ya lo dijo Martí,
compañero director, insértese el mundo en nuestra
República, estaba libre de ponzoñas ideológicas y
figuraba en el programa de estudios revisado por el
Ministerio el verano pasado. El director aceptó
encantado (era la oportunidad de su vida), y Rita ni se
diga: su miedo escénico le impedía responder al pase
de lista en clase, pero estaba secreta y perdidamente
enamorada de mí. Yo, en cambio, di un no rotundo.
Tenía un concepto demasiado alto de la hombría
como para meterme a actor, y no tanto yo como mis
compañeros. Para convencerme, el director tomó el
camino más corto: me planteó el asunto como una
tarea, una tarea, Álvarez David, que le sitúa la
Revolución, gracias a la cual usted, hijo de campesinos
paupérrimos, ha podido estudiar; el escenario
principal de la lucha contra el imperialismo no está en
estos momentos en una obra de teatro, déjeme decirle;
está en esos países de la América Latina donde los
jóvenes de su edad enfrentan a diario la represión,
mientras que a usted lo que le estamos pidiendo es algo
tan sencillo como interpretar un personaje de Ibsén.
Acepté. Y no porque no me quedara más remedio. Me
convenció. Tenía razón. En una semana me aprendí mi
papel y también el de Rita, pues ella se tomaba tan a
pecho su secreto amor por mí que se quedaba en
blanco cada vez que me le acercaba. Era una de esas
muchachas pálidas, indefensas, feas y por lo general
huérfanas que con tanta frecuencia se enamoran de mí
y de las que yo, por pena y porque no me gusta que
nadie se traumatice, acabo por hacerme novio. La
noche de la representación única, la misma en que
Diego me descubrió y fichó para toda la vida, a su
miedo escénico se sumó el nerviosismo por el público,
el nerviosismo por el jurado y el nerviosismo mayor y
definitivo por ser aquella la última ocasión en que
estaría en mis brazos, o más bien en los de aquel tipo
del siglo XIX que yo representaba en el traje
concebido por la profesora de literatura. Y ya cerca del
final no pudo más y se quedó muda en medio del
escenario, mirándome con ojos de carnero degollado.
A la profesora comenzó a faltarle el aire, al director se
le partió un diente y el público cerró los ojos. Fui yo, el
actor por encargo, quién no perdió la ecuanimidad en
aquel momento difícil de la Patria y el Teatro. “Estás
preocupada y guardas silencio, Nora”, le dije
acercándomele lentamente con la esperanza de darle el
pie o propinarle una patada en la espinilla. “Ya sé:
tenemos que hablar. ¿Me siento? Seguro que va a ser
largo.” Pero nada, lo de Rita iba en serio y la obra tuvo
que continuar convertida en un monólogo autocrítico
de Torvaldo hasta que la profesora de literatura
reaccionó, hizo bajar dos pantallas y al compás de El
lago de los cisnes, la única música disponible en la
cabina, comenzó a proyectar diapositivas de
trabajadoras y milicianas, citas del Primer Congreso de
Educación y Cultura y poemas de Juana de
Ibarbourou, Mirta Aguirre y suyos propios, con
todo lo cual, opinó después, la pieza adquirió un
alcance y actualidad que el texto de Ibsen, en sí, no
tenía. “Es la vergüenza más grande que he pasado en
mi vida”, me confesaba Diego después. “No hallaba
cómo esconderme en la butaca, la mitad del público
rezaba por ti y alguien habló de provocar un
cortocircuito. Además, con aquella chaqueta roja de
cuadros verdes y los bombachos negros parecías
disfrazado de bandera africana. Nos conmovió tu
sangre fría, la inocencia con que hacías el ridículo. Por
eso fuimos tan pródigos en los aplausos.” Y eso fue lo
peor, la lástima con que me aplaudieron. Mientras los
escuchaba, iluminado por los reflectores, rogaba con
toda el alma que se produjera un efecto de amnesia
total sobre todos y cada uno de los presentes y que
nunca, jamás, never, ¿me oyes, Dios?, me encontrara
con uno de ellos, alguien que me pudiera identificar. A
cambio, me comprometí a pensarlo dos veces cuando
volvieran a asignarme una tarea, a no masturbarme, y a
estudiar una carrera científico-técnica, que eran las que
necesitaba el país entonces. Y cumplí, excepto en lo de
la carrera científico-técnica, porque en lo de la
masturbación Dios tuvo que comprender que se debió
al desespero por la inexperiencia; pero Él, por su parte,
me fallaba: olvidaba su palabra y me ponía delante, en
el Coppelia y un día en que ni siquiera estaba lúcido, a
un Fulano que por haberme visto en aquel trance creía
poder chantajearme.
"No, no; es una broma –se asustó Diego al verme al
borde de la apoplejía–.º "Disculpa, fue jugando,
naturalmente, para entrar en confianza. Toma, bebe un
poco de agua. ¿Quieres ir al cuerpo de Guardia del
Calixto?" "¡No!", dije poniéndome de pie y tomando
una decisión tajante. “Vamos a tu casa, vemos los
libros, conversamos lo que haya que conversar, y no
pasa nada." Los nervios me dieron por eso. Me miró
boquiabierto. “¡Recoge!" Pero una cosa era descargar
sus bultos y otra recogerlos, así que mientras lo hizo
tuvo tiempo para reponerse. "Antes voy a precisarte
algunas cuestiones porque no quiero que luego vayas a
decir que no fui claro. Eres de esas personas cuya
ingenuidad resulta peligrosa. Yo, uno: soy maricón.
Dos: soy religioso. Tres: he tenido problemas con el
sistema; ellos piensan que no hay lugar para mí en este
país. Pero de eso, nada, yo nací aquí; soy, antes que
todo, patriota y lezamiano, y de aquí no me voy ni
aunque me peguen candela por el culo. Cuatro: estuve
preso cuando lo de la UMAP. Y cinco: los vecinos
me vigilan, se fijan en todo el que me visita. ¿Insistes
en ir?" “Sí", dijo el hijo de los campesinos
paupérrimos, con una voz ronca que yo apenas
reconocí.
El apartamento, que en lo sucesivo llamaré la
guarida, pues no escapaba de esa costumbre que tienen
los habaneros de bautizar sus viviendas cuando son
minúsculas y viven solos (ya conocería La Gaveta, El
Closet, El Asteroides. La Alternativa, Donde-se-da y
no-se-pide), consistía en una habitación con baño,
parte del cual se había transformado en cocina. El
techo, a un kilómetro del suelo, se adornaba en las
esquinas y el centro con unas plastas de vaca que en La
Habana llaman plafones, y al igual que las paredes y
los muebles estaba pintado de blanco, mientras que los
detalles de decoración y carpintería, los útiles de
cocina, la ropa de cama y demás eran rojos. O blanco,
o rojo, excepto Diego, que se vestía con tonos que
iban del negro a los grises más claros, con medias
blancas y gafas y pañuelo rosados. Aquel día casi todo
el espacio lo ocupaban santos de madera, todos con
unas caras que deprimían a cualquiera. "Estas tallas
son una maravilla", aclaró en cuanto entramos, para
dejar claro que se trataba de arte y no de religión.
"Germán, el autor, es un genio. Va a armar un revuelo
en nuestras artes plásticas que no quieras ver. Ya se
interesó el agregado cultural de una embajada y ayer
nos llamaron de la corresponsalía de EFE." Yo
conocía poco de arte, pero tiempo después, cuando el
funcionario de Cultura opinó que no, que no
transmitían ningún mensaje alentador, me pareció que
no le faltaba razón, y se lo dije a Diego. "¡Que
transmita Radio Reloj! ", –chilló–. "Esto es arte. Y no
es por mí, David, compréndelo. Es por Germán. En
cuanto la noticia llegue a Santiago de Cuba se arma el
titingó. Puede que hasta lo boten del trabajo."
Pero esto fue después, los problemas con la exposición
de Germán. Ahora estoy en el centro de la guarida,
rodeado de santos con dolor de estómago y
convencido de haberme equivocado de lugar. En
cuanto pudiera tumbarle el libro me iría echando.
"Siéntate", invitó él, "voy a preparar un té para
disminuir la tensión." Fue a cerrar la puerta."¡No!", lo
atajé. “Como quieras. así le facilitamos la labor a los
vecinos. Siéntate en esa butaca. Es especial, no se la
ofrezco a todo el mundo." Pasó al baño, y por encima
del chorro de orine, oí su voz: "La uso exclusivamente
para leer a John Donne y a Kavafis, aunque lo de
Kavafis es una haraganería mía. Se le debe leer en silla
vienesa o a horcajadas sobre un muro sin repellar."
Reapareció, aclarando que John Donne era un poeta
inglés totalmente desconocido entre nosotros. y que él,
el único que poseía una traducción de su obra, no se
cansaba de circularla entre la juventud. “Llegará el
momento en que se hable de él hasta en el bar Los
Dos Hermanos, te lo aseguro. Pero, siéntate, chico."
La butaca de John Donne se hundió hasta dejarme el
culo más bajo que los pies, pero con un simple
movimiento hallé la comodidad perfecta. “¿Pongo
música? Tengo de todo. Originales de María Melibrán,
Teresa Stratas, Renata Tebaldi y la Callas, por
supuesto. Son mis preferidas. Ellas, y Celina
González. ¿Cuál prefieres?” "Celina González no sé
quién es", dije con toda sinceridad y Diego se dobló de
la risa. La gente de La Habana cree que porque uno es
del interior se pasa la vida en guateques campesinos.
"Muy bien, muy bien. Te has ganado el honor de ser el
primero en escuchar un disco de la Callas que acabo de
recibir de Florencia, con su interpretación de La
Traviata, de 1955, en la Scala de Milán. Florencia,
de Italia, se entiende." Puso el disco y pasó a la cocina.
"¿Cuál es tu gracia? Yo me llamo Diego. Siempre me
hacen el chiste de Digo Diego. Es como a Antón,
que le hacen el de Antón Pirulero. ¿Tú cómo te
llamas?" “Juan Carlos Rondón, para servirte." Asomó
la cabeza. "Que mentiroso, villareño al fin. Te llamas
David. Yo lo sé todo de todo el mundo. Bueno, de la
gente interesante. Tú escribes.” Cuando vino con el
servicio de té tropezó y me derramó encima un poco
de leche. No se tranquilizó hasta que accedí a
quitarme la camisa. La lavó en un dos por tres y la
tendió en el balcón junto a un mantón de Manila que
también llevó del baño. Se sentó frente a mí, y colocó
sobre mis piernas un cartucho de chocolatines. "Por
fin podemos conversar en paz. Propón tú el tema, no
quiero imponerte nada." En lugar de responder, bajé la
cabeza y clavé la vista en una loseta. “¿No se te ocurre
nada? Bueno, ya sé, te contaré cómo me hice
maricón.”
Le ocurrió cuando tenía doce anos y estudiaba en un
colegio de curas como interno. Una tarde, no
recordaba por qué razón, necesitó encender una vela, y
como no encontraba fósforos pasó al dormitorio de
los alumnos del último nivel, entrando, sin darse
cuenta, por la parte de los baños. Allí, bajo la ducha,
desnudo, estaba uno de los basquetbolistas de la
escuela, todo enjabonado y cantando “Nosotros, que
nos queremos tanto, ¿debemos separamos?, no me
preguntes más...” “Era un muchacho pelirrojo, de pelo
ensortijado”, precisó con un suspiro, “con esa edad
que no son los catorce ni los quince. Un chorro de luz
que entraba de lo alto, más digno de los rosetones de
Notre Dame que de la claraboya de nuestro convento
de los Hermanos Maristas, lo iluminaba por la espalda,
sacando tornasoles de su cuerpo salpicado de
espuma.” El muchacho estaba excitado, añadió, tenía
agarrada la verga y era a ella a quien le cantaba, y
Diego quedó fascinado, sin poder apartar la vista del
otro, que lo miraba y se dejaba mirar. No hubo
palabras: el semidiós lo tomó del brazo, lo volteó
contra la pared y lo poseyó. “Regresé al dormitorio con
la vela apagada”, dijo, “pero iluminado por dentro, y
con el palpito de haber comprendido el mundo de
sopetón.” El destino, sin embargo, le reservaba una
amarga sorpresa. Dos días después, al ir a prender otra
vela, se enteró de que su violador había muerto de una
patada en la cabeza; tratando de recuperar una pelota,
se había metido entre las patas del mulo que acarreaba
el carbón para la escuela, y este, insensible a sus
encantos, le propinó una coz fulminante. “Desde
entonces”, concluyó Diego mirándome, “mi vida ha
consistido en eso, en la búsqueda del ideal del
basquetbolista. Tú te le das un aire.”
Era obvio que conocía a la perfección la técnica de
despertar el interés de reclutas y estudiantes, y
también la de relajar a los tensos, como aclararía
después. Consistía esta última en hacemos oír o ver lo
que no queríamos oír ni ver, y daba excelentes
resultados con los comunistas, diría. Sin embargo, no
avanzaba conmigo. Yo había llegado, como los otros,
me había sentado en la butaca especial, como ellos,
pero, como ninguno, había clavado la vista en la loseta
y de allí no lograba despegármela. Se había sentido
tentado a mostrarme la revista porno que guardaba
para los más difíciles, o a brindarme de la botella de
Chivas Regal en la que siempre quedaban cuatro
dedos de cualquier ron, pero se contuvo, porque no
era eso lo que esperaba de mí; y al final de la tarde,
cuando comenzó a sentir hambre, comprendió que no
estaba dispuesto a compartir conmigo sus reservas, y
que no se le ocurría cómo dar por terminada la visita.
Se quedó callado, pensativo. Había deseado mucho
este encuentro, confesaría luego, desde que me vio por
primera vez en el teatro interpretando a Torvaldo.
Incluso lo había soñado y varias veces estuvo a punto
de abordarme en la calle Galiano, porque desde el
principio tuvo la intuición de nuestra amistad. Pero
ahora yo, tieso y mudo en el centro de la guarida, le
resultaba tan soso que empezó a creer que, como en
otras tantas ocasiones, había sido víctima de un
espejismo, de su propensión a adjudicarle
sensibilidad y talento a los que teníamos carita de yono-
fui. Realmente le sorprendía y le dolía equivocarse
conmigo. Yo era su última carta, el último que le
quedaba por probar antes de decidir que todo era una
mierda y que Dios se había equivocado y Carlos Marx
mucho más, que eso del hombre nuevo, en quien él
depositaba tantas esperanzas, no era más que poesía,
una burla, propaganda socialista, porque si había algún
hombre nuevo en La Habana no podía ser uno de esos
forzudos y bellísimos de los Comandos Especiales,
sino alguien como yo, capaz de hacer el ridículo, y él se
lo tenía que topar un día y llevarlo a la guarida,
brindarle té y conversar; carajo, conversar, no estaba
siempre pensando en lo mismo, como me lo explicaría
en otra de sus peroratas. “Me voy”, dije yo por fin,
poniéndome de pie, y lo miré, nos miramos. Me habló
sin incorporarse de la silla. “David, vuelve. Creo que
hoy no me he sabido explicar. Quizás te he parecido
superfluo. Como todo el que habla mucho, hablo
boberías. Es porque soy nervioso, pero me he sentido
distinto conversando contigo. Conversar es
importante, dialogar mucho más. No tengas miedo de
volver, por favor. Sé respetar y medirme como
cualquier persona y puedo ayudarte muchísimo,
prestarte libros, conseguirte entradas para el ballet, soy
amiguísimo de Alicia Alonso y me gustaría
presentarte un día en casa de la Loynaz, a las cinco de
la tarde, un privilegio que sólo yo puedo
proporcionarte. Y quisiera obsequiarte con un
almuerzo lezamiano, algo que no ofrezco a todo el
mundo. Sé que la bondad de los maricones es de doble
filo, como apunta el propio Lezama en alguna parte
de su obra, pero no en este caso. ¿Quieres saber por
qué me gusta hablar contigo? Corazonadas. Creo que
nos vamos a entender, aunque seamos diferentes. Yo
sé que la Revolución tiene cosas buenas, pero a mi me
han pasado otras muy malas, y además, sobre algunas
tengo ideas propias. Quizás esté equivocado, fíjate. Me
gustaría discutirlo, que me oyeran, que me explicaran.
Estoy dispuesto a razonar, a cambiar de opinión. Pero
nunca he podido conversar con un revolucionario.
Ustedes sólo hablan con ustedes. Les importa bien
poco lo que los demás pensemos. Vuelve. Dejaré a un
lado el tema de la mariconería, te lo juro. Toma, llévate
La guerra del fin del mundo, y mira, también Tres tristes
tigres, eso tampoco vas a conseguirlo en la calle.”
“¡No!”, dije con una energía que lo asustó. “¿Por qué,
David, qué importancia tiene?” “¡No!”, y salí con un
portazo.
Eso estuvo bien, me dije en la calle, aún con el portazo
en los oídos: ni quitarle los libros ni aceptarlos como
regalo. Y mi Espíritu, que dentro de mí había estado
todo el tiempo preocupado se relajó y comenzó a
experimentar cierto orgullo por su muchacho, que al
final-final no fallaba. Era lo que esperaba de mí, su
joven comunista que en las reuniones terminaba por
pedir la palabra y, aunque no se expresara bien, decía lo
que pensaba y ya Bruno lo había requerido dos veces.
Eso, con mi Espíritu, porque con mi Conciencia la
cosa no es tan fácil, y antes de llegar a la esquina pedía
que le explicara, pero despacio y bien, David Álvarez,
por qué, si era hombre, había ido a casa de un
homosexual; si era revolucionario, había ido a casa de
un contrarrevolucionario; y si era ateo, había ido a casa
de un creyente. Todo esto mientras yo avanzaba, subía
al ómnibus y asimilaba empujones. ¿Por qué delante
de mí se podía ironizar con la Revolución (tu
Revolución, David), y ensalzar el morbo y la
podredumbre sin que yo saliera al paso? ¿No sentí el
carnet en el bolsillo, o es que solamente lo llevaba en el
bolsillo? ¿Quién eres realmente tú, muchachito? ¿Ya se
te va a olvidar que no eres más que un guajirito de
mierda que la Revolución sacó del fango y trajo a
estudiar a La Habana? Pero si una cosa he aprendido
en la vida es a no responderle a mi Conciencia en
situaciones de crisis. En cambio, la sorprendí al
bajarme en la Universidad, subir la escalinata a toda
prisa, buscar a Bruno, llevarlo a un rincón y
preguntarle qué se hace," a quién se le informa cuando
uno conoce a alguien que recibe libros extranjeros,
habla mal de la Revolución y es religioso. ¿Qué tal
ahora, Conciencia? A Bruno le pareció tan importante
el caso que se quitó los espejuelos y me llevó a ver a
otro compañero, y en cuanto vi al otro compañero
tuve la certeza de que iba a meter la pata otra vez.
Tenía, como Diego, la mirada clara y penetrante, como
si ese día los de miradas claras y penetrantes se
hubieran puesto de acuerdo para joderme. Me pasó a
un despacho, me indicó una silla que no era vienesa ni
un carajo, y me dijo que cantara. Le dije que nosotros
los revolucionarios siempre teníamos que estar alertas,
con la guardia en alto; y que por eso, por estar alerta y
con la guardia en alto, había conocido a Diego, lo
había acompañado a su casa y sabía de él lo que ahora
sabía. Enseguida me resultaron sospechosos sus libros
extranjeros y sus pullitas. ¿Comprendía? O no
comprendía o el cuento no lo impactaba. Bostezó una
vez y hasta hojeó unos papeles mientras simulaba
escucharme. Y ese es otro de mis problemas: me
pongo mal cuando alguien se aburre con lo que cuento
y entonces empiezo a manotear y agrego cualquier
cantidad de detalles. “El tipo es
contrarrevolucionario”, enfaticé. “Tiene contactos con
el agregado cultural de una embajada y le interesa
influir a los jóvenes.” “Es decir”, esperaba que dijera el
compañero, “que fuiste a casa del maricón
contrarrevolucionario y religioso porque siempre hay
que estar alertas, ¿no es así?” “Claro.” Pero no dijo eso.
Me miró con su mirada clara y penetrante y un
escalofrío me recorrió el espinazo porque me pareció
adivinar lo que iba a decir: “Qué miserable y
comemierda eres, chiquito, qué tronco de oportunista
engorda en ti”. Pero no, tampoco dijo eso. Sonrió, y
me habló en un tono condescendiente, irónico o
afectuoso, a mi elección: “Sí, siempre hay que estar
alertas. ¿David te llamas, no? El enemigo actúa donde
menos uno se lo imagina, David. Averigua con qué
embajada tiene contactos, anota lo que pregunte sobre
movimientos militares y ubicación de dirigentes, y nos
volveremos a ver. Ahora tienes esa tarea, ahora eres un
agente. ¿Okey?” Este es Ismael. Llegaremos a ser
amigos, a querernos como hermanos, y un día le
ofreceré un almuerzo lezamiano porque también en su
vida hubo una profesora de literatura.
Bajé la escalinata de la universidad
cinematográficamente: una marcha militar de fondo y
yo descendiendo a toda prisa, y en lo alto, la bandera
de la estrella solitaria, ondeando. Cuando llegué a la
Beca me di un baño de agua caliente y abundante,
mucha agua caliente y abundante cayéndome en la
cocorotina, hasta que sentí que la última angustia del
día se iba por el tragante, y podría dormir. Pero para
cerrar el día en alto, decidí estudiar un poco y me tiré
en la cama. Ése fue mi error. Desde mi cama se ve el
mar, que estaba hermoso y tranquilo, de un azul
intenso, y el mar me hace un efecto terrible. Dentro de
mí, además de la Conciencia y el Espíritu, vive la
Contraconciencia, que es más hija de puta todavía y
empezó a moverse y a querer despertar y hacer sus
preguntas, y con mi Contraconciencia sí que no
puedo. Una sola de sus preguntas me puede llevar
hasta el piso veinticuatro y tirarme de cabeza al vacío.
Dejé el libro y ante el espejo del baño me dije:
“Cojones, me cago en la pinga”. Y le prometí a aquel
que me miraba que lo iba a ayudar, que bajo ninguna
circunstancia volvería a casa de éste, ni de ningún otro
Diego, por mamá.
No cumplí mi palabra, y Diego tampoco la
suya. “Los homosexuales caemos en otra clasificación
aún más interesante que la que te explicaba el otro día.
Esto es, los homosexuales propiamente dichos –se repite
el término porque esta palabra conserva, aun en las
peores circunstancias, cierto grado de recato–; los
maricones –ay, también se repite–, y las locas, de las
cuales la expresión más baja son las denominadas locas
de carroza. Esta escala la determina la disposición del
sujeto hacia el deber social o la mariconería. Cuando
la balanza se inclina al deber social, estás en presencia
de un homosexual. Somos aquellos –en esta categoría
me incluyo– para quienes el sexo ocupa un lugar en la
vida pero no el lugar de la vida. Como los héroes o los
activistas políticos, anteponemos el Deber al Sexo. La
causa a la que nos consagramos está antes que todo.
En mi caso, el sacerdocio es la Cultura nacional, a la
que dedico lo mejor de mi intelecto y mi tiempo. Sin
autosuficiencias, mi estudio de la poesía femenina
cubana del siglo XIX, mi censo de rejas y
guardavecinos de las calles Oficios, Compostela, Sol
y Muralla, o mi exhaustiva colección de mapas de la
Isla desde la llegada de Colón, son indispensables para
el estudio de este país. Algún día te mostraré mi
inventario de edificios de los siglos XVII y XVIII, cada
uno acompañado de un dibujo a plumilla del exterior
y partes principales del interior, algo realmente
importante para cualquier trabajo futuro de
restauración. Todo esto, así como mi papelería, entre la
cual lo más preciado son siete textos inéditos de
Lezama, es fruto de muchos desvelos, querido, como
lo es también mi estudio comparado de la jerga de los
bugarrones del Puerto y el Parque Central. Quiero
decir, que si me encuentro en ese balcón donde ondea
el mantón de Manila, estilográfica en mano, revisando
mi texto sobre la poética de las hermanas Juana y
Dulce María Borrero, no abandono la tarea aunque vea
pasar por la acera al más portentoso mulato de
Marianao y éste, al verme, se sobe los huevos. Los
Counterconscious)
homosexuales de esta categoría no perdemos tiempo a
causa del sexo, no hay provocación capaz de
desviarnos de nuestro trabajo. Es totalmente errónea y
ofensiva la creencia de que somos sobornables y
traidores por naturaleza. No, señor, somos tan
patriotas y firmes como cualquiera. En una picha y la
cubanía, la cubanía. Por nuestra inteligencia y el fruto
de nuestro esfuerzo no corresponde un espacio que
siempre se nos niega. Los marxistas y los cristianos,
óyelo bien, no dejarán de caminar con una piedra en el
zapato hasta que reconozcan nuestro lugar y nos
acepten como aliado, pues, con más frecuencia de la
que se admite, solemos compartir con ellos una misma
sensibilidad frente al hecho social. Los maricones no
merecen explicación aparte, como todo lo que queda a
medio camino entre una y otra cosa; lo comprenderás
cuando te defina a las locas, que son muy fáciles de
conceptualizar. Tienen todo el tiempo un falo
incrustado en el cerebro y sólo actúan por y para él.
La perdedera de tiempo es su característica
fundamental. Si el tiempo que invierten en flirtear en
parques y baños públicos lo dedicaran al trabajo
socialmente útil, ya estaríamos llegando a eso que
ustedes llaman comunismo y nosotros paraíso. Las más
vagas de todas son las llamadas de carroza. A éstas las
odio por fatuas y vacías, y porque por su falta de
discreción y tacto, han convertido en desafíos sociales
actos tan simples y necesarios como pintarse las uñas
de los pies. Provocan y hieren la sensibilidad popular,
no tanto por sus amaneramientos como por su
zoncera, por ese estarse riendo sin causa y hablando
siempre de cosas que no saben. El rechazo es mayor
aún cuando la loca es de raza negra, pues entre nosotros
el negro es símbolo de la virilidad. Y si las pobres viven
en Guanabacoa, Buenavista o pueblos del interior, la
vida se les convierte en un infierno, porque la gente de
esos lugares es todavía más intolerante. Esta tipología
es aplicable a los heterosexuales de uno y otro sexo. En
el caso de los hombres, el eslabón más bajo, el que se
corresponde con las locas de carroza y está signado por
la perdedera de tiempo y el ansia de fornicación
perpetua, lo ocupan los picha-dulce, quienes pueden ir a
echar una carta al correo, pongamos por caso, y en el
trayecto meterle mano hasta a una de nosotras, sin
menoscabo de su virilidad, sólo porque no pueden
contenerse. Entre las mujeres la escala termina
naturalmente en las putas, pero no en las que pululan
en los hoteles a la caza de turistas o cualesquiera otras
que lo hacen por interés, de las cuales tenemos pocas,
como bien dice la propaganda oficial, sino aquellas que
se entregan por el único placer, como acertadamente
dice el vulgo, de ver la leche correr. Ahora bien, tanto
las locas y los picha-dulce como las carretillas, existen
en este paraíso bajo las estrellas, y al decir esto no hago
más que suscribir lo que dijo un escritor inglés: ‘las
cosas desagradables de este mundo no pueden
eliminarse con mirar sencillamente hacia otra parte’.”
Y así, con este y otros temas, fuimos
haciéndonos amigos, habituándonos a pasar las tardes
juntos, bebiendo té en aquellas tazas que eran
valiosísimas, decía, y convertimos en algo sagrado los
almuerzos de los domingos, para los que reservábamos
los asuntos más interesantes. Yo andaba descalzo por
la guarida, me quitaba la camisa y abría el refrigerador a
mi antojo, acto éste que en los provincianos y los
tímidos expresa, mejor que ningún otro, que se ha
llegado a un grado absoluto de confianza y
relajamiento. Diego insistía en leer mis escritos, y
cuando por fin me atreví a entregarle un texto, me hizo
esperar dos semanas sin hacer comentarios, hasta que
por fin lo puso sobre la mesa. “Voy a ser franco.
Apriétate el cinturón: no sirve. ¿Qué es eso de escribir
mujic en lugar de guajiro? Denota lecturas excesivas de
las editoriales Mir y Progreso. Hay que comenzar por
el principio, porque talento tienes.” Y tomó en sus
manos las riendas de mi educación. “Léete –me decía
entregándome el libro– Azúcar y población en las
Antillas”, y yo me lo leía. “Léete Indagación del choteo”,
y yo me lo leía. “Léete Americanismos y cubanismos
literarios”, y yo me lo leía. “Léete Contrapunteo cubano del
tabaco y el azúcar”, y yo me lo leía. “Éste lo forras con
una cubierta de la revista Verde Olivo, y no le dejes al
alcance de los curiosos: es El monte, ¿me entiendes? Y
para la lírica aquí tienes Lo cubano en la poesía; y algo
que es oro molido: una colección completa de Orígenes,
como no la tiene ni el propio Rodríguez-Feo. Ésa la
irás llevando número a número. Y aquí está, pero esto
sí que es para después, todo lo que hacemos no es más
que una preparación para llegar a ella, la obra del
Maestro, poesía y prosa. Ven, ponle la mano encima,
acaríciala, absorbe su savia. Un día, una tarde de
noviembre, cuando es más bella la luz habanera,
pasaremos frente a su casa, en la calle Trocadero.
Vendremos de Prado, caminando por la acera opuesta,
conversando y como despreocupados. Tú llevarás
puesto algo azul, un color que tan bien te queda, y nos
imaginaremos que el Maestro vive, y que en ese
momento espía por las persianas. Huele el humo de su
tabaco, oye su respiración entrecortada. Dirá: ‘Mira a
esa loca y su garzón, cómo se esfuerza ella en hacerlo
su pupilo, en vez de deslizarle un buen billete de diez
pesos en la chaqueta’. No te ofendas, él es así. Sé que
apreciará mi esfuerzo y admitirá tu sensibilidad e
inteligencia, y aunque sufrió incomprensiones, le
alegrará en particular tu condición de revolucionario.
Ese día le resultará más grata su tarea de leer durante
media hora partes de su obra a los burócratas del
Consejo de Cultura que han sido destinados al reino de
Proserpina, un auditorio bastante amplio, por cierto.”
En mapas desplegados por el piso, ubicábamos los
edificios y plazas más interesantes de La Habana Vieja,
los vitrales que no se podían dejar de ver, las rejas de
entramado más sutil, las columnas citadas por
Carpentier, y trozos de muralla de trescientos años de
antigüedad. Me confeccionaba un itinerario preciso
que yo seguía al pie de la letra, y regresaba,
emocionado, a comentar lo visto en la intimidad del
apartamento, cerrado a cal y canto, mientras
tomábamos champola, pru oriental o batido de
chirimoya, y escuchábamos a Saumell, Caturla,
Lecuona, el Trío Matamoros o, bajito, por los
vecinos, a Celia Cruz y la Sonora Matancera. En
cuanto al ballet, que era su fuerte, no me perdía una
función. Él siempre conseguía entradas para mí, por
muy difíciles que estuvieran, y en los casos
verdaderamente críticos, me cedía su invitación. En el
teatro no nos saludábamos aunque coincidiéramos a la
entrada o la salida, fingíamos no vernos, y nunca su
puesto quedaba cerca del mío. Para evitar encuentros,
yo permanecía en la sala durante los entreactos,
contando las vocales en los textos de los programas.
“Lo que más me maravilla de nuestra amistad –solía
decir– es que sé tanto de ti como al principio.
Cuéntame algo, viejo. Tu primera experiencia sexual, a
qué edad te empezaste a venir, cómo son tus sueños
eróticos. No trates de tupirme; con esos ojitos que
tienes, cuando te desbocas debes ser candela.” “¿Y
por qué –volvía a la carga en cuanto yo me entiesaba–,
ahora que somos como hermanos, no permites que te
vea desnudo? Te advierto, no puedo retener en la
memoria la figura de un hombre al que no le haya visto
la pirinola. Total, que me la imagino: la tuya debe ser
tierna como una palomita; aunque déjame decirte, hay
muchachos así de tu tipo, sensibles y espirituales, que
sin embargo, cuando se desnudan, se mandan
tremendo fenómeno.”
Para el almuerzo lezamiano me hizo venir de
cuello y corbata. El traje me lo prestó Bruno, que
además me obligó a aceptarle diez pesos, pensando que
llevaba una chiquita a Tropicana. La calidad
excepcional del almuerzo, como decía el propio
Lezama en Paradiso, según supe después, se brindaba
en el mantel de encajes, ni blanco ni rojo, sino color
crema, sobre el que destellaba la perfección del
esmalte blanco de la vajilla con sus contornos de un
verde quemado. Diego destapó la sopera, donde
humeaba una cuajada sopa de plátanos. “Te he
querido rejuvenecer –dijo con sonrisa misteriosa–
transportándote a la primera niñez, y para eso le he
añadido a la sopa un poco de tapioca...” “¿Eso qué
es?” “Yuca, niño, no me interrumpas. He puesto a
sobrenadar unas rosetas de maíz, pues hay tantas cosas
que nos gustaron de niño y que sin embargo nunca
volvemos a disfrutar. Pero no te intranquilices, no es la
llamada sopa del oeste, pues algunos gourmets, en
cuanto ven el maíz, creen ver ya las carretas de los
pioneros rumbo a la California, en la pradera de los
indios sioux. Y aquí debo mirar hacia la mesa de los
garzones”, interrumpió su extraña recitación, que yo
aprobaba con una sonrisita bobalicona, pretendiendo
que lo seguía en el juego. “Troquemos –dijo
recogiendo los platos una vez que tomamos la
estupenda sopa– el canario centella por el langostino
remolón: y hace su entrada el segundo plato en un
pulverizado soufflé de mariscos, ornado en la superficie
por una cuadrilla de langostinos, dispuestos en coro,
unidos por parejas, con sus pinzas distribuyendo el
humo brotante de la masa apretada como un coral
blanco. Forma parte también del soufflé el pescado
llamado emperador y langostas que muestran el
asombro cárdeno con que sus carapachos recibieron
la interrogación de la linterna al quemarles los ojos
saltones.” No encontré palabras para elogiar el soufflé,
y esa incapacidad mía o de la lengua, resultó ser el
mejor elogio. “Después de ese plato de tan lograda
apariencia de colores abiertos, semejantes a un
flamígero muy cerca ya de un barroco, y que sin
embargo continúa siendo gótico por el horneo de la
masa y por alegorías esbozadas por el langostino,
remansemos la comida con una ensalada de
remolacha embarrada de mayonesa con espárragos de
Lubek; y atiende bien, Juan Carlos Rondón, porque
llega el clímax de la ceremonia.” Y al ir a trinchar una
remolacha, se desprendió entera la rodaja y fue a caer
al mantel. No pudo evitar un gesto de fastidio, y quiso
rectificar su error, pero volvió la remolacha a sangrar, y
al recogerla por tercera vez, por el sitio donde había
penetrado el trinchante se rompió la masa,
deslizándose; una mitad quedó adherida al tenedor, y la
otra volvió a caer al mantel, quedando señalados tres
islotes de sangría sobre los rosetones. Yo abrí la boca,
apenado por el incidente, pero él me miró con
regocijo: “Han quedado perfectas –dijo–, esas tres
manchas le dan en verdad el relieve de esplendor a la
comida”. Y casi declamando, agregó: “En la luz, en la
resistente paciencia del artesanado, en los presagios,
en la manera como los hijos fijaron la sangre vegetal,
las tres manchas entreabrieron una sombría
expectación”. Sonrió, y feliz y divertido, me reveló el
secreto: “Estás asistiendo al almuerzo familiar que
ofrece doña Augusta en las páginas de Paradiso,
capítulo séptimo. Después de esto podrás decir que
has comido como un real cubano, y entras, para
siempre, en la cofradía de los adoradores del Maestro,
faltándote, tan sólo, el conocimiento de su obra”. A
continuación comimos pavo asado, seguido de crema
helada también lezamiana, de la que me ofreció la
receta para que yo a mi vez la trasladara a mi madre.
“Ahora Baldovina tendría que traer el frutero, pero a
falta suya, iré por él. Me disculparás las manzanas y las
peras, que he sustituido por mangos y guayabas, lo que
no está del todo mal al lado de mandarinas y uvas.
Después nos queda el café, que tomaremos en el
balcón mientras te recito poemas de Zenea, el
vilipendiado, y pasaremos por alto los habanos, que a
ninguno de los dos interesan. Pero antes –añadió con
súbita inspiración, cuando su vista tropezó con el
mantón de Manila–, un poco de baile flamenco –y me
deleitó con un vertiginoso taconeo que cortó de
repente–. Lo odio –dijo arrojando el mantón lejos de
sí–. No sé si un día me podrás perdonar, David.” Lo
mismo pensaba yo, que de repente empecé a sentirme
mal, porque mientras disfrutaba del almuerzo no pude
evitar que algunas de mis neuronas permanecieran
ajenas al convite, sin probar bocado y con la guardia
en alto, razonando que las langostas, camarones,
espárragos de Lubek y uvas, sólo las podía haber
obtenido en las tiendas especiales para diplomáticos y
por tanto constituían pruebas de sus relaciones con
extranjeros, lo que yo debía informar al compañero,
que todavía no era Ismael, en mi calidad de agente.
Pasó el tiempo felizmente, y un sábado, cuando
llegué para el té, Diego sólo entreabrió la puerta. “No
puedes pasar. Tengo aquí a uno que no quiere que le
vean la cara y la estoy pasando de lo mejor. Regresa
más tarde, por favor.” Me fui, pero sólo hasta la acera
de enfrente, para verle la cara al que no quería que se la
vieran. Diego bajó enseguida, solo. Lo noté nervioso,
miró para uno y otro lado de la calle, y a toda prisa
dobló en la esquina. Me apuré y alcancé a verlo subir a
un carro diplomático semioculto en un pasaje. Tuve
que ocultarme tras una columna, porque salían
disparados. ¡Diego en un carro diplomático! Un dolor
muy fuerte se me instaló en el pecho. Dios mío, todo
era cierto. Bruno llevaba razón, Ismael se equivocaba
cuando decía que a esta gente había que analizarla caso
por caso. No. Siempre hay que estar alertas: los
maricones son traidores por naturaleza, por pecado
original. Y en cuanto a mí, de doblez nada. Podía
olvidarme de eso y ser feliz: lo mío había sido puro
instinto de clase. Pero no alcanzaba a alegrarme. Me
dolía. Qué dolor da que un amigo te traicione, qué
dolor, por tu madre, y qué rabia descubrir que había
sido estúpido una vez más, que otro me manejó como
quiso. Qué mal te sientes cuando no te queda más
remedio que reconocer que los dogmáticos tienen
razón y que tú no eres más que un gran comemierda
sentimental, dispuesto a encariñarte con cualquiera.
Llegué al Malecón, y como suele ocurrir, la naturaleza
se puso a tono con mi estado de ánimo: el cielo se
encapotó en un dos por tres, se escucharon truenos
cada vez más cerca, y en el aire empezó a flotar un aire
de lluvia. Mis pasos me llevaban directamente a la
universidad, en busca de Ismael, pero tuve la lucidez –
o lo que fuese, porque la lucidez en mí es un lujo difícil
de admitir–, de comprender que no resistiría un tercer
encuentro con él, con su mirada clara y penetrante, y
me detuve. El segundo había sido después del
almuerzo lezamiano, cuando necesité poner mi cabeza
en orden para que no me estallara. “Me confundí –le
dije entonces–, ese muchacho es buena persona, un
pobre diablo, y no vale la pena seguir vigilándolo.”
“¿Pero no decías que era un contrarrevolucionario? –
comentó con ironía–. Aun en este punto debemos
admitir que su relación con la Revolución no ha sido
como la nuestra. Es difícil estar con quien te pide que
dejes de ser como eres para aceptarte. En resumen...”
Y no resumí nada, no tenía aún confianza con Ismael
como para agregar lo que me hubiera gustado: “Actúa
como es, como piensa. Se mueve con una libertad
interior que ya quisiera para mí, que soy militante”.
Ismael me miraba y sonreía. Lo que diferenciaba las
miradas claras y penetrantes de Diego e Ismael (para
cerrar contigo, Ismael, porque éste no es tu cuento), es
que la de Diego se limitaba a señalarte las cosas, y la de
Ismael te exigía que, si no te gustaban, comenzaras a
actuar allí mismo, para cambiarlas. Es por esto que era
el mejor de los tres. Me habló de cualquier cosa, y al
despedirnos, me colocó una mano en el hombro y me
pidió que no nos dejáramos de ver. Entendí que me
liberaba de mi compromiso de agente y que
comenzaba nuestra amistad. ¿Qué pensaría ahora,
cuando le dijera lo que acababa de descubrir? Regresé
al edificio de Diego dispuesto a esperarlo el tiempo
necesario. Volvió en taxi en medio de un aguacero.
Subí tras él y entré antes de que pudiera cerrar la
puerta. “Ya el novio se fue –bromeó–. ¿Y esa cara?
¿No me irás a decir que estás celosito?” “Te vi cuando
subías a un carro diplomático.” No se lo esperaba. Me
miró sin color, se dejó caer en una silla y bajó la
cabeza. La levantó al rato, diez años más viejo.
“Vamos, estoy esperando.” Ahora vendrían las
confesiones, el arrepentimiento, las súplicas de perdón,
confesaría el nombre del grupúsculo
contrarrevolucionario y yo iría directamente a la
policía, iría a la policía. “Te lo iba a decir, David, pero
no quería que te enteraras tan pronto. Me voy.”
Me voy, en el tono en que lo había dicho
Diego, tiene entre nosotros una connotación terrible.
Quiere decir que abandonas el país para siempre, que
te borras de su memoria y lo borras de la tuya, y que, lo
quieras o no, asumes la condición de traidor. Desde un
principio lo sabes y lo aceptas porque viene incluido en
el precio de pasaje. Una vez que lo tengas en la mano
no podrás convencer a nadie de que no lo adquiriste
con regocijo. Éste no podía ser tu caso, Diego. ¿Qué
ibas a hacer tú lejos de La Habana, de la cálida
suciedad de sus calles, del bullicio de los habaneros?
¿Qué podías hacer en otra ciudad, Diego querido,
donde no hubiera nacido Lezama ni Alicia bailara por
última vez cada fin de semana? ¿Una ciudad sin
burócratas ni dogmáticos por criticar, sin un David que
te fuera tomando cariño? “No es por lo que piensas –
dijo–. Sabes que a mí en política me da lo mismo ocho
que ochenta. Es por la exposición de Germán. Eres
muy poco observador, no sabes el vuelo que tomó
eso. Y no lo botaron a él del trabajo, me botaron a
mí. Germán se entendió con ellos, alquiló un cuarto y
viene a trabajar para La Habana como artesano de arte.
Reconozco que me excedí en la defensa de las obras,
que cometí indisciplinas y actué por la libre,
aprovechándome de mi puesto, pero, ¿qué? Ahora, con
esa nota en el expediente, no voy a encontrar trabajo
más que en la agricultura o la construcción, y dime,
¿qué hago yo con un ladrillo en la mano?, ¿dónde lo
pongo? Es una simple amonestación laboral, ¿pero
quién me va a contratar con esta facha, quién va a
arriesgarse por mí? Es injusto, lo sé, la ley está de mi
parte y al final tendrían que darme la razón e
indemnizarme. Pero, ¿qué voy a hacer? ¿Luchar? No.
Soy débil, y el mundo de ustedes no es para los débiles.
Al contrario, ustedes actúan como si no existiéramos,
como si fuéramos así solo para mortificarlos y
ponernos de acuerdo con la gusanera. A ustedes la
vida les es fácil: no padecen complejos de Edipo, no
les atormenta la belleza, no tuvieron un gato querido
que vuestro padre les descuartizó ante los ojos para
que se hicieran hombres. También se puede ser
maricón y fuerte. Los ejemplos sobran. Estoy claro en
eso. Pero no es mi caso. Yo soy débil, me aterra la
edad, no puedo esperar diez o quince años a que
ustedes recapaciten, por mucha confianza que tenga
en la Revolución terminará enmendando sus torpezas.
Tengo treinta años. Me quedan otros veinte de vida
útil, a lo sumo. Quiero hacer cosas, vivir, tener planes,
pararme ante el espejo de Las Meninas, dictar una
conferencia sobre la poesía de Flor y Dulce María
Loynaz. ¿No tengo derecho? Si fuera un buen católico
y creyera en otra vida no me importaba, pero el
materialismo de ustedes se contagia, son demasiados
años. La vida es ésta, no hay otra. O en todo caso, a lo
mejor es sólo ésta. ¿Tú me comprendes? Aquí no me
quieren, para qué darle más vueltas a la noria, y a mí
me gusta ser como soy, soltar unas cuantas plumas de
vez en cuando. Chico, ¿a quién ofendo con eso, si son
mis plumas?
Sus últimos días aquí no siempre fueron tristes.
A veces lo encontraba eufórico, revoloteando entre
paquetes y papeles viejos. Tomábamos ron y
escuchábamos música. “Antes de que vengan a hacer el
inventario, llévate mi máquina de escribir, la cocinilla
eléctrica y este abridor de latas. Le será muy útil a tu
mamá. Éstos son mis estudios sobre arquitectura y
urbanística: ¿muchos, verdad? Y buenos. Si no me
alcanza el tiempo, los envías anónimamente al Museo
de la Cuidad. Aquí están los testimonios sobre la visita
de Federico García Lorca a Cuba. Incluye un
itinerario muy detallado y fotografías de lugares y
personas con pies de grabados redactados por mí.
Aparece un negro sin identificar. Guarda para ti la
antología de poemas al Almendares, complétala con
algún otro que aparezca, aunque ya el Almendares no
está para poemas. Mira esta foto: yo en la Campaña de
Alfabetización. Y éstas son de mi familia. Me las
llevaré todas. Este tío mío era guapísimo, se atragantó
con una papa rellena. Aquí estoy con mamá, mira qué
buena moza. A ver, ¿qué más quiero dejarte? Ya te
llevaste la papelería, ¿no? Los artículos que consideres
más potables envíalos a Revolución y Cultura, donde
quizás alguien sepa apreciarlos; selecciona temas del
siglo pasado, pasan mejor. El resto entrégalo en la
Biblioteca Nacional, ya sabes a quién. Ese contacto no
lo pierdas, de vez en cuando llévale un tabaco y no te
ofendas si te dice algún piropo, que él de ahí no pasa.
Te dejaré también el contacto con el Ballet. Y éstas,
David Álvarez, las tazas en que tanto té hemos bebido,
quiero dejártelas en depósito. Si algún día se presenta la
oportunidad, me las envías. Como te dije, son de
porcelana de Sèvres. Pero no es por eso, pertenecieron
a la familia Loynaz del Castillo y son un regalo. Bueno,
te voy a ser sincero, me las afané. Mis discos y libros
ya salieron, los tuyos te los llevaste y esos que quedan
ahí son para despistar a los del inventario.
Consígueme un afiche de Fidel con Camilo, una
bandera cubana pequeña, la foto de Martí en Jamaica y
la de Mella con sombrero; pero rápido, porque es
para enviar por valija diplomática con las fotos de
Alicia en Giselle y mi colección de monedas y billetes
cubanos. ¿Quieres el paraguas para tu mamá, o la
capa?” Yo lo iba aceptando todo en silencio, pero a
veces me venía alguna esperanza y le devolvía las cosas:
“Diego, ¿y si le escribimos a alguien? Piensa en quién
pudiera ser. O yo voy y le pido una entrevista a algún
funcionario, tú me esperas afuera”. Me miraba con
tristeza y no aceptaba el tema. “¿No conoces a algún
abogado, uno de eso medio gusanos que quedan por
ahí? ¿O a alguien que ocupe un puesto importante y
sea maricón tapado? Le has hecho favores a
muchísima gente. Yo me gradúo en julio, en octubre ya
estoy trabajando, te puedo dar cincuenta pesos al mes.”
Me callaba cuando veía que se le aguaban los ojos,
pero siempre encontraba el modo de recuperarse. “Te
voy a dar el último consejo: pon atención a la ropa que
te pones. Tú no serás un Alain Delon, pero tienes tu
encanto y ese aire de misterio que, digan lo que digan,
siempre abre las puertas.” Era yo quien no encontraba
qué decir, bajaba la cabeza y me ponía a reordenar sus
paquetes, a revisarlos. “¡No!, eso no, no lo
desenvuelvas. Son los inéditos de Lezama. No me
mires así. Te juro que jamás haré mal uso de ellos. Te
juré también que nunca me iría y me voy, pero esto es
distinto. Nunca negociaré con ellos ni los entregaré a
nadie que los pueda manipular políticamente. Te lo
juro. Por mi madre, por el basquetbolista, por ti, vaya.
Si puedo capear el temporal sin utilizarlos, los
devolveré. ¡No me mires así! ¿Crees que no
comprendo mi responsabilidad? Pero si me veo muy
apretado, me pueden sacar del apuro. Me has hecho
sentir mal. Sírveme un trago y vete.
A medida que se fue aproximando la fecha de la
partida, fue languideciendo. Dormía mal y adelgazó.
Yo lo acompañaba el mayor tiempo posible, pero me
hablaba poco, creo que a veces no me veía.
Acurrucado en la butaca de John Donne, con un libro
de poemas y un crucifijo en las manos, pues su
religiosidad se había exacerbado, parecía haber
perdido color y vida. María Callas lo acompañaba,
cantando bajito y suave. Un día se quedó (te quedaste,
Diego, no voy a olvidar esa mirada tuya), mirándome
con una intensidad especial. “Dime la verdad, David –
me preguntó–, tú me quieres, ¿te ha sido útil mi
amistad?, ¿fui irrespetuoso contigo?, ¿tú crees que yo le
hago daño a la Revolución?” María Callas dejó de
cantar. “Nuestra amistad ha sido correcta, sí, y yo te
aprecio.” Sonrió. “No cambias. No hablo de aprecio,
sino de amor entre amigos. Por favor, no les tengamos
más miedo a las palabras.” Era también lo que yo había
querido decir, ¿no?, pero tengo esa dificultad, y para
que estuviera seguro de mi afecto y de que, en alguna
medida, yo era otro, había cambiado en el curso de
nuestra amistad, era más el yo que siempre había
querido ser, añadí: “Te invito mañana a almorzar en El
Conejito. Voy temprano y hago la cola. Tú sólo
tienes que llegar antes de las doce. Pago yo. ¿O
prefieres que venga a buscarte y vamos juntos?” “No,
David, no hace falta. Todo está bien como ha sido.”
“Sí, Diego, insisto. Sé lo que te estoy diciendo.”
“Bueno, pero al Conejito, no. En Europa me haré
vegetariano.” Y si lo que yo quería, o necesitaba, era
exhibirme con él, si eso me servía para ponerme en paz
conmigo o algo, bueno, concedido. Llegó al
restaurante a las doce menos diez, cuando el gentío se
apiñaba ante la puerta, bajo una sombrilla japonesa y
con un vestuario que permitía distinguirlo a dos
cuadras de distancia. Gritó mi nombre con los dos
apellidos desde la acera opuesta, agitando el brazo, que
se había llenado de pulseras. Cuando estuvo junto a
mí me besó en la mejilla y se puso a describirme un
vestido precioso que acababa de ver en una vidriera y
que me podía quedar pintado; pero para sorpresa
suya y mía y de la cola defendí, con un énfasis que lo
opacó, otra línea de moda, porque eso tenemos los
tímidos, si nos destrabamos somos brillantes.
Celebramos, con el almuerzo, la eficacia de su técnica
para desalmidonar comunistas. Y pasando a mi
formación literaria, agregó otros títulos a la lista de mis
lecturas pendientes. “No olvides a la condesa de
Merlín, empieza a investigarla. Entre esa mujer y tú se
va a producir un encuentro que dará qué hablar.”
Terminamos con el postre en Coppelia, y luego en la
guarida con una botella de Stolichnaya. Estuvo
maravilloso hasta que se acabó la bebida. “He
necesitado este vodka ruso para decirte las dos últimas
cosas. Dejaré para el final la más difícil. Creo, David,
que te falta un poco de iniciativa. Debes ser más
decidido. No te corresponde el papel de espectador,
sino el de actor. Te aseguro que esta vez te
desempeñarás mejor que en Casa de muñecas. No dejes
de ser revolucionario. Dirás que quién soy yo para
hablarte así. Pero sí, tengo moral, alguna vez te declaré
que soy patriota y lezamiano. La Revolución necesita
de gente como tú, porque los yanquis no, pero la
gastronomía, la burocracia, el tipo de propaganda que
ustedes hacen y la soberbia, pueden acabar con esto, y
sólo la gente como tú puede contribuir a evitarlo. No
te va a ser fácil, te lo advierto, vas a necesitar mucho
espíritu. Lo otro que debo decirte, deja ver si puedo,
porque se me cae la cara de vergüenza, sírveme el
poquito de vodka que queda, es esto: ¿recuerdas
cuando no conocimos en Coppelia? Ese día me porté
mal contigo. Nada fue casual. Yo andaba con
Germán, y cuando te vimos, apostamos a que te
traería a la guarida y te metería en la cama. La apuesta
fue en divisas, la acepté para animarme a abordarte,
pues siempre me infundiste un respeto que me
paralizaba. Cuando te derramé la leche encima, era
parte del plan. Tu camisa junto al mantón de Manila,
tendidos en el balcón, eran la señal de mi triunfo.
Germán, naturalmente, lo ha regado por ahí, y más
ahora que me odia. Incluso en algunos círculos, como
en los últimos tiempos sólo me dediqué a ti, me llaman
la Loca Roja, y otros creen que esta ida mía no es más
que un paripé, que en realidad soy una espía enviada a
Occidente. No te preocupes demasiado; que esa duda
flote en torno a un hombre, lejos de perjudicarlo, le da
misterio, y son muchas las mujeres que caen en sus
brazos atraídas por la idea de reintegrarlos en el buen
camino. ¿Me perdonas?” Yo guardé silencio, de lo que
él interpretó que sí, que lo perdonaba. “¿Ya ves?, no
soy tan bueno como crees. ¿Hubieras sido tú capaz de
una cosa así, a mis espaldas?” Nos miramos. “Bien,
ahora voy a hacer el último té. Después de eso te vas y
no vuelvas más. No quiero despedidas.” Eso fue todo.
Y cuando estuve en la calle, una fila de pioneros me
cortó el paso. Lucían los uniformes como acabados de
planchar y llevaban ramos de flores en la mano; y
aunque un pionero con flores desde hacía rato era un
gastado símbolo del futuro, me gustaron, tal vez por
eso mismo, y me quedé mirando a uno, que al darse
cuenta me sacó la lengua; y entonces le dije (le dije, no
le prometí), que al próximo Diego que se atravesara en
mi camino lo defendería a capa y espada, aunque
nadie me comprendiera, y que no me iba a sentir más
lejos de mi Espíritu y de mi Conciencia por eso, sino al
contrario, porque si entendía bien las cosas, eso era
luchar por un mundo mejor para ti, pionero, y para mí.
Y quise cerrar el capítulo agradeciéndole a Diego, de
algún modo, todo lo que había hecho por mí, y lo hice
viniendo Coppelia y pidiendo un helado como éste.
Porque había chocolate, pero pedí fresa.
 

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Nombre: Lawrence
Ubicación: Ciudad de México, Narvarte, Mexico
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